ZAMORANA
Encadenada al olvido
Mº Soledad Martín Turiño
Se le fue, y solo permaneció la ausencia de alguien a quien amó un día. Ahora, este hombre viejo, quebrado, mantiene sus recuerdos en plena vigencia, porque su mente no se ha resentido con el paso del tiempo; es más, diría que se ha agudizado. Siempre le gustó mantenerla activa: leía, se distraía haciendo pasatiempos o escribiendo en su diario, reforzaba su memoria… eran pequeños esfuerzos que convirtió en gratas rutinas.
Ahora que era dueño absoluto de todas sus horas, esas pequeñas distracciones constituían el motivo perfecto para controlar con estudiada minuciosidad todos los momentos del día; y eran, además, entretenimientos que podía satisfacer sin moverse de casa, y los ejercitaba cuando llegaba la hora maldita del crepúsculo, ese momento que cada día rememoraba la partida de su compañera; y en las largas noches de invierno, cuando retrasaba la hora de acostarse ante la perspectiva de un insomnio que se prolongaría hasta muy avanzada la madrugada.
Le gustaba salir, callejear, tomarse un café en el Casino ya fuera solo o con amigos, perderse en algún museo o, simplemente, bajar hasta el rio y allí, sentado, contemplar ese Duero amigo que le traía tantos recuerdos; cualquier cosa con tal de no abrir el pensamiento a aquellas evocaciones de la mujer que quiso un día y cuya imagen no podía apartar de su pensamiento: hermosa, inteligente, que cambió sus hábitos y le hizo mejor persona, llena de vida, que se fue marchitando hasta casi ser irreconocible, perdida en el mundo sin retorno de esa enfermedad terrible que nunca pudo vencer, llamada Alzheimer.
Se le fue, y solo permaneció la ausencia de alguien a quien amó un día. Ahora, este hombre viejo, quebrado, mantiene sus recuerdos en plena vigencia, porque su mente no se ha resentido con el paso del tiempo; es más, diría que se ha agudizado. Siempre le gustó mantenerla activa: leía, se distraía haciendo pasatiempos o escribiendo en su diario, reforzaba su memoria… eran pequeños esfuerzos que convirtió en gratas rutinas.
Ahora que era dueño absoluto de todas sus horas, esas pequeñas distracciones constituían el motivo perfecto para controlar con estudiada minuciosidad todos los momentos del día; y eran, además, entretenimientos que podía satisfacer sin moverse de casa, y los ejercitaba cuando llegaba la hora maldita del crepúsculo, ese momento que cada día rememoraba la partida de su compañera; y en las largas noches de invierno, cuando retrasaba la hora de acostarse ante la perspectiva de un insomnio que se prolongaría hasta muy avanzada la madrugada.
Le gustaba salir, callejear, tomarse un café en el Casino ya fuera solo o con amigos, perderse en algún museo o, simplemente, bajar hasta el rio y allí, sentado, contemplar ese Duero amigo que le traía tantos recuerdos; cualquier cosa con tal de no abrir el pensamiento a aquellas evocaciones de la mujer que quiso un día y cuya imagen no podía apartar de su pensamiento: hermosa, inteligente, que cambió sus hábitos y le hizo mejor persona, llena de vida, que se fue marchitando hasta casi ser irreconocible, perdida en el mundo sin retorno de esa enfermedad terrible que nunca pudo vencer, llamada Alzheimer.




















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