PASIONES
El buen político es aquel que ama a Zamora más que a su partido
Alguien podría pensar que me perdido la cordura cuando escribo sobre la belleza de las nubes que decoran el cielo zamorano durante estos días. Esta tarde, cuando desemboqué en la avenida de la Feria, contemplé una atmósfera preciosa: estratos y cirrocúmulos, que combatían entre ellos para tomar el azul del cielo. Olivares, el legendario barrio, y su templo de San Claudio parecían vigilados por unas hermosas nubes blancas que también jugaban con San Frontis, el primer pueblo sayagués, mientras el Duero parecía exigir unos litros de lluvia.
No, no padezco ninguna merma mental por enamorarme de nubes, versos del cielo, tan profundos como los que escriben los poetas sobre el papel. Quizá esté enfermo de Zamora, obsesionado con embellecerla, en su desarrollo, en su progreso. A mí, que ya me queda poco tiempo para disfrutar de la poesía sin rima que es la vida, podría obviar cómo se conjuguen esos verbos en la ciudad que me vio nacer. Pero es mi memoria, mis recuerdos, mis amores, mis amigos, mis padres, hijas y nieta.
No comprendo cómo hay zamoranos que odian a su tierra, como les sucede a los políticos, más preocupados por su modus vivendi, por la obediencia canina a sus jerarcas, que por las gentes que aquí vivimos. No entiendo que se maltrate a nuestra ciudad esputando en las aceras, dejando excrecencias de mascotas en jardines y calles, orinando en los sillares de las iglesias, manchando de garabatos el patrimonio público y el privado. Quienes así actúan debo considerarlos reos de felonía a su ciudad.
Los que amamos a Zamora encontramos que arriba, en el cielo, nadie mancha nimbos ni cúmulos, que forman una corona celestial sobre esta anciana reina del románico, vieja hija del Duero. Los que queremos a esta ciudad potenciamos su belleza con palabras, como actúa el buen político, que reflexiona, piensa y ejecuta proyectos que destaquen sus facciones, sus ojos, sus labios. Porque las ciudades también tienen un rostro, que hay que cuidar con tratamientos de esa crema de inversiones públicas. No conozco un buen político que no sea un buen zamorano. Solo los malandrines olvidaron a Zamora para entregarse a sus respectivos partidos.
No vivo en una nube, pero ellas, contrariamente a los badulaques de los garabatos, escupitajos y micciones, fortalecen la hermosura de nuestra ciudad.
Eugenio-Jesús de Ávila
Alguien podría pensar que me perdido la cordura cuando escribo sobre la belleza de las nubes que decoran el cielo zamorano durante estos días. Esta tarde, cuando desemboqué en la avenida de la Feria, contemplé una atmósfera preciosa: estratos y cirrocúmulos, que combatían entre ellos para tomar el azul del cielo. Olivares, el legendario barrio, y su templo de San Claudio parecían vigilados por unas hermosas nubes blancas que también jugaban con San Frontis, el primer pueblo sayagués, mientras el Duero parecía exigir unos litros de lluvia.
No, no padezco ninguna merma mental por enamorarme de nubes, versos del cielo, tan profundos como los que escriben los poetas sobre el papel. Quizá esté enfermo de Zamora, obsesionado con embellecerla, en su desarrollo, en su progreso. A mí, que ya me queda poco tiempo para disfrutar de la poesía sin rima que es la vida, podría obviar cómo se conjuguen esos verbos en la ciudad que me vio nacer. Pero es mi memoria, mis recuerdos, mis amores, mis amigos, mis padres, hijas y nieta.
No comprendo cómo hay zamoranos que odian a su tierra, como les sucede a los políticos, más preocupados por su modus vivendi, por la obediencia canina a sus jerarcas, que por las gentes que aquí vivimos. No entiendo que se maltrate a nuestra ciudad esputando en las aceras, dejando excrecencias de mascotas en jardines y calles, orinando en los sillares de las iglesias, manchando de garabatos el patrimonio público y el privado. Quienes así actúan debo considerarlos reos de felonía a su ciudad.
Los que amamos a Zamora encontramos que arriba, en el cielo, nadie mancha nimbos ni cúmulos, que forman una corona celestial sobre esta anciana reina del románico, vieja hija del Duero. Los que queremos a esta ciudad potenciamos su belleza con palabras, como actúa el buen político, que reflexiona, piensa y ejecuta proyectos que destaquen sus facciones, sus ojos, sus labios. Porque las ciudades también tienen un rostro, que hay que cuidar con tratamientos de esa crema de inversiones públicas. No conozco un buen político que no sea un buen zamorano. Solo los malandrines olvidaron a Zamora para entregarse a sus respectivos partidos.
No vivo en una nube, pero ellas, contrariamente a los badulaques de los garabatos, escupitajos y micciones, fortalecen la hermosura de nuestra ciudad.
Eugenio-Jesús de Ávila























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