ZAMORANA
Preguntas al viento
¿Dónde van las cigüeñas que veo desde mi ventana cuando cae una tormenta? ¿En qué lugar se refugian los pájaros cuando les coge por sorpresa la lluvia? ¿Por qué las nubes presagian tempestades o chaparrones y, al mismo tiempo, son capaces de iluminar la tierra con ese azul veraniego y cálido que embellece el alma? Hoy me ha dado por hacerme estas preguntas en voz alta y, al escucharlas, lo primero que me han espetado quienes me conocen es:
- “¿Te encuentras bien?”
dando por descontado que no es conveniente entrar en cuestiones profundas que nadie se cuestiona si no es porque algo va mal, ya sea en estado anímico o físico. Sin embargo, el espíritu, el alma, la imaginación, los sentidos o incluso todos ellos confabulados entre sí, juegan a veces esas malas pasadas y envuelven ideas dentro de la mente para que, en una vertiginosa danza, giren sin control hasta hacernos perder el norte. Es, en esos momentos, cuando se es más proclive a las preguntas filosóficas y a las dudas metafísicas que, no obstante, tras un tiempo de meditarlas, siguen sin encontrar respuesta.
- “Bájate a dar una vuelta, que está precioso el día”, me aconsejaron con la mejor intención.
Cierto que era una mañana espléndida, pero no entraba en mis planes el pasear las calles arrastrando esa especie de inseguridad física que trasluce que algo no va bien; aun así, sin saber por qué, me encaminé hacia la puerta y salí de casa. Deambulé un buen rato por calles y plazas hasta que necesité parar y descansar un rato. Lo hice en mi mirador preferido, frente al Duero, mi río, el que me ha acompañado desde la infancia; allí, en silencio, recibí la paz que necesitaba, el sosiego que me reconfortó el espíritu y una placentera serenidad invadiendo cada rincón de mi consciencia.
Al regresar a casa, comprobé que me observaban con interés mal disimulado. Me acerqué a la mesa y nos dispusimos a comer en silencio, como todos los días. Se acercaba el postre cuando un comensal que no había dejado de observarme me dijo:
- “El sol no solo ha entrado hoy por las ventanas de casa, ¿verdad?”.
Sonreí asintiendo porque al abuelo no se le escapaba un solo detalle; era un observador nato y quien mejor me comprendía, un hombre que hablaba poco, cuya presencia solía pasar desapercibida, sentado en su silla de ruedas junto a la ventana, pero controlando cada movimiento de su amplia familia. Él era mi refugio seguro, el único que conocía todas las respuestas. Hoy, cuando ya es ausencia, sé que las cigüeñas soportan las tormentas sin huir; los pájaros juegan al escondite hasta que escampa y las nubes solo son “la imaginación del cielo”; de ahí la diversidad de sus formas y colores.
¿Dónde van las cigüeñas que veo desde mi ventana cuando cae una tormenta? ¿En qué lugar se refugian los pájaros cuando les coge por sorpresa la lluvia? ¿Por qué las nubes presagian tempestades o chaparrones y, al mismo tiempo, son capaces de iluminar la tierra con ese azul veraniego y cálido que embellece el alma? Hoy me ha dado por hacerme estas preguntas en voz alta y, al escucharlas, lo primero que me han espetado quienes me conocen es:
- “¿Te encuentras bien?”
dando por descontado que no es conveniente entrar en cuestiones profundas que nadie se cuestiona si no es porque algo va mal, ya sea en estado anímico o físico. Sin embargo, el espíritu, el alma, la imaginación, los sentidos o incluso todos ellos confabulados entre sí, juegan a veces esas malas pasadas y envuelven ideas dentro de la mente para que, en una vertiginosa danza, giren sin control hasta hacernos perder el norte. Es, en esos momentos, cuando se es más proclive a las preguntas filosóficas y a las dudas metafísicas que, no obstante, tras un tiempo de meditarlas, siguen sin encontrar respuesta.
- “Bájate a dar una vuelta, que está precioso el día”, me aconsejaron con la mejor intención.
Cierto que era una mañana espléndida, pero no entraba en mis planes el pasear las calles arrastrando esa especie de inseguridad física que trasluce que algo no va bien; aun así, sin saber por qué, me encaminé hacia la puerta y salí de casa. Deambulé un buen rato por calles y plazas hasta que necesité parar y descansar un rato. Lo hice en mi mirador preferido, frente al Duero, mi río, el que me ha acompañado desde la infancia; allí, en silencio, recibí la paz que necesitaba, el sosiego que me reconfortó el espíritu y una placentera serenidad invadiendo cada rincón de mi consciencia.
Al regresar a casa, comprobé que me observaban con interés mal disimulado. Me acerqué a la mesa y nos dispusimos a comer en silencio, como todos los días. Se acercaba el postre cuando un comensal que no había dejado de observarme me dijo:
- “El sol no solo ha entrado hoy por las ventanas de casa, ¿verdad?”.
Sonreí asintiendo porque al abuelo no se le escapaba un solo detalle; era un observador nato y quien mejor me comprendía, un hombre que hablaba poco, cuya presencia solía pasar desapercibida, sentado en su silla de ruedas junto a la ventana, pero controlando cada movimiento de su amplia familia. Él era mi refugio seguro, el único que conocía todas las respuestas. Hoy, cuando ya es ausencia, sé que las cigüeñas soportan las tormentas sin huir; los pájaros juegan al escondite hasta que escampa y las nubes solo son “la imaginación del cielo”; de ahí la diversidad de sus formas y colores.




















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