DENUNCIAS
Los enemigos del patrimonio público
Un buen alcalde, con sus proyectos e ideas, transforma una ciudad. Pero necesita para esa hermosa tarea, además de un equipo de ediles voluntarioso, con talento y laborioso, ciudadanos pulcros, serios y que respeten y amen la urbe en la que habitan. Si hay vecinos, jóvenes o mayores, que manchan de garabatos y orinan sillares de iglesias, lienzos de murallas, propiedades privadas y públicas; que pasan de recoger excrementos de sus mascotas de jardines y aceras; que destruyen bienes públicos, desde bancos a contenedores, sin olvidarse de papeleras, y dejan restos de almuerzos y cenas en parques públicos, como el caso sucedido en el bosque de Valorio ayer mismo, no habrá regidor, por dispuesto, cualificado, animoso que se sienta, que embellezca la ciudad.
De poco valen aceras anchas y bien fundidas; árboles que den sombra y acojan nidos de jilgueros y gorriones; fuentes que compongan una sinfonía de agua y humedezcan el ambiente en verano, esmero en el cuidado de jardines y parques, porque los enemigos del bien público, del patrimonio de todos, viven sin conciencia urbana, huérfanos de sensibilidad, insolentes con lo común, groseros hacia la belleza. Quizá este tipo de familias o pandillas reclamen después, al Estado, cualquiera que sea sus administraciones, ayudas, subvenciones, inversiones, cuando su principal forma de obrar consiste en la destrucción de todos aquellos bienes que contribuyen a engrandecer y embellecer nuestra ciudad.
Mientras en la escuela, ya en la tierna infancia, los docentes no enseñen a sus alumnos a respetar lo público y lo privado antes que el conocimiento de las vocales y las cuatro reglas, y en las familias se olvide transmitir a la prole la esencia de vivir en sociedad, forjaremos la instrucción de estos malandrines, destructores de la belleza, doctores de lo sucio, lo grotesco y soez; sembradores de las semillas de intolerancia.
Por supuesto, la autoridad debería sancionar con dureza actitudes que dañen, destruyan y ensucien el patrimonio común de todos los que nos sentimos zamoranos o queremos vivir en una urbe pulcra, hermosa, pulida y acicalada.
Eugenio-Jesús de Ávila
Un buen alcalde, con sus proyectos e ideas, transforma una ciudad. Pero necesita para esa hermosa tarea, además de un equipo de ediles voluntarioso, con talento y laborioso, ciudadanos pulcros, serios y que respeten y amen la urbe en la que habitan. Si hay vecinos, jóvenes o mayores, que manchan de garabatos y orinan sillares de iglesias, lienzos de murallas, propiedades privadas y públicas; que pasan de recoger excrementos de sus mascotas de jardines y aceras; que destruyen bienes públicos, desde bancos a contenedores, sin olvidarse de papeleras, y dejan restos de almuerzos y cenas en parques públicos, como el caso sucedido en el bosque de Valorio ayer mismo, no habrá regidor, por dispuesto, cualificado, animoso que se sienta, que embellezca la ciudad.
De poco valen aceras anchas y bien fundidas; árboles que den sombra y acojan nidos de jilgueros y gorriones; fuentes que compongan una sinfonía de agua y humedezcan el ambiente en verano, esmero en el cuidado de jardines y parques, porque los enemigos del bien público, del patrimonio de todos, viven sin conciencia urbana, huérfanos de sensibilidad, insolentes con lo común, groseros hacia la belleza. Quizá este tipo de familias o pandillas reclamen después, al Estado, cualquiera que sea sus administraciones, ayudas, subvenciones, inversiones, cuando su principal forma de obrar consiste en la destrucción de todos aquellos bienes que contribuyen a engrandecer y embellecer nuestra ciudad.
Mientras en la escuela, ya en la tierna infancia, los docentes no enseñen a sus alumnos a respetar lo público y lo privado antes que el conocimiento de las vocales y las cuatro reglas, y en las familias se olvide transmitir a la prole la esencia de vivir en sociedad, forjaremos la instrucción de estos malandrines, destructores de la belleza, doctores de lo sucio, lo grotesco y soez; sembradores de las semillas de intolerancia.
Por supuesto, la autoridad debería sancionar con dureza actitudes que dañen, destruyan y ensucien el patrimonio común de todos los que nos sentimos zamoranos o queremos vivir en una urbe pulcra, hermosa, pulida y acicalada.
Eugenio-Jesús de Ávila



















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