COSAS DE DE LA BIEN CERCADA
Zamora: el amor de mi vida
A Zamora la quiero, la quise y la querré, más allá del tiempo, como a la mujer de mi vida. Zamora es una ciudad muy femenina, aunque las torres de sus templos pudieran dar a entender cercanía a lo masculino. A Zamora la parió un río y una geología. Después se convirtió, entre batallas, razias, cercos, expulsiones, arquitecturas y arte, en una bella ancianita a la que el Estado abandonó en una residencia de la tercera edad. Ahora su piel necesita mascarillas para su rostro de baldosas, aceites de rosa mosqueta que rejuvenezcan sus mejillas medievales y sérum para mantener la epidermis como una adolescente.
Esta ciudad viejecita también padece enfermedades inoculadas por virus y bacterias domésticos que dañan sus osamenta, cabello y aparato locomotriz. Tampoco hace bien las digestiones de viandas poco adecuadas a su organismo, como esos edificios colmenas que se levantaron por doquier, en los barrios, cuando la ciudad se extendió desde su casco histórico hacia el norte, sur y oriente. No se respetó la idiosincrasia de Zamora, sus señas de identidad, su génesis. Unos pocos especuladores amasaron millones, mientras la gran mayoría se fundía en esas viviendas de ansiedad y depresión.
Y, además, Zamora también ha padecido y sufre infecciones virales, como sarampiones de garabatos, viruelas de orines y excrementos de perros sobre fachadas de iglesias y jardines públicos. Y solo hay una vacuna, la de la educación, que acabe para siempre con estas enfermedades propias de la infancia mental.
Y sigo amando a mi Zamora, con todas sus arrugas, músculos blandos, pérdida de cabello, alegría, porque al amor de tu vida siempre lo guardas en tu memoria hasta que te conviertas en polvo en el tiempo. Y sé que esta venerable ancianita volverá a lucir toda su belleza de dama medieval, de señora educada y de rancio abolengo. Quizá me despeche cuando se encuentre más bonita y prefiera un galán más joven y con más poderío económico.
Eugenio-Jesús de Ávila
A Zamora la quiero, la quise y la querré, más allá del tiempo, como a la mujer de mi vida. Zamora es una ciudad muy femenina, aunque las torres de sus templos pudieran dar a entender cercanía a lo masculino. A Zamora la parió un río y una geología. Después se convirtió, entre batallas, razias, cercos, expulsiones, arquitecturas y arte, en una bella ancianita a la que el Estado abandonó en una residencia de la tercera edad. Ahora su piel necesita mascarillas para su rostro de baldosas, aceites de rosa mosqueta que rejuvenezcan sus mejillas medievales y sérum para mantener la epidermis como una adolescente.
Esta ciudad viejecita también padece enfermedades inoculadas por virus y bacterias domésticos que dañan sus osamenta, cabello y aparato locomotriz. Tampoco hace bien las digestiones de viandas poco adecuadas a su organismo, como esos edificios colmenas que se levantaron por doquier, en los barrios, cuando la ciudad se extendió desde su casco histórico hacia el norte, sur y oriente. No se respetó la idiosincrasia de Zamora, sus señas de identidad, su génesis. Unos pocos especuladores amasaron millones, mientras la gran mayoría se fundía en esas viviendas de ansiedad y depresión.
Y, además, Zamora también ha padecido y sufre infecciones virales, como sarampiones de garabatos, viruelas de orines y excrementos de perros sobre fachadas de iglesias y jardines públicos. Y solo hay una vacuna, la de la educación, que acabe para siempre con estas enfermedades propias de la infancia mental.
Y sigo amando a mi Zamora, con todas sus arrugas, músculos blandos, pérdida de cabello, alegría, porque al amor de tu vida siempre lo guardas en tu memoria hasta que te conviertas en polvo en el tiempo. Y sé que esta venerable ancianita volverá a lucir toda su belleza de dama medieval, de señora educada y de rancio abolengo. Quizá me despeche cuando se encuentre más bonita y prefiera un galán más joven y con más poderío económico.
Eugenio-Jesús de Ávila

















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