Sábado, 13 de Diciembre de 2025

Redacción
Martes, 13 de Agosto de 2024
COSAS PROPIAS

No me queda nada que decir

[Img #90919]Eugenio Jesús De Ávila

 

Descubrí la muerte, pero no supe en qué consistía, cuando tenía unos seis años. Desde el tercer piso de la casa de mi familia, vi pasar el entierro de un niño, en su cajita blanca, dentro de una carroza tirada por caballos negros. Después, a los 15 años, se mató un compañero de clase. Y nada más. Un bienio después, moriría mi bisabuela María, una gran dama, con 89 años, madre de mi tío Cesáreo Pichel. Entonces, a mi edad, con 17 años, la muerte se lloraba un rato, pero apenas se pensaba en qué consiste vivir y todas esas preguntas retóricas que no repetiré, porque todos las conocemos. Como niño y joven, educado en colegio religioso, tardaría décadas en perderle el miedo a las parcas y en darme cuenta de que el sexo forma parte de nuestra naturaleza, que nunca es pecado amar a una mujer, o a un hombre, que la castidad no es una virtud, sino un vicio.

 

Hay un momento, cuando descubres, al alba, al mirarte al espejo, surcos de arrugas en la epidermis de tu rostro, labrados por ese agricultor que es el tiempo, que te das cuenta de que eres un ser mortal, que la vida es un viaje desde el país del pañal a la patria de la mortaja. Y, durante un crespúsculo otoñal, reflexionas sobre tu existencia y percibes que ya tienes más pasado que futuro, que la enfermedad y la muerte se incorporan a tus conversaciones y se convierten en auténticos protagonistas.

 

Confieso que, por mi educación religiosa, durante muchos años, temí a la muerte. Ya lo perdí. Solo me preocupa el dolor que podría acompañar el tránsito entre la vida y la nada. He llegado a la conclusión de que, cuanto más tiempo viva, entra dentro de lo posible que alguien sufra por mi culpa.

 

Por lo tanto, presiento que mi estancia en este extraño misterio que es la vida, promete brevedad. Me siento bien. No me duele nada. Un poco el alma, porque amo y nunca la mujer que deseo, quiero, adoro, me prestará mayor atención. Pero, por lo demás, ya nadie espera más de mí, ni yo tampoco creo en la gloria.

 

Solo me siento capacitado para dar el coñazo con estos textos del ocaso. No hay más dentro de mí, si acaso viejas vísceras y un desencanto intelectual en el mi cerebro. No sé qué hago aquí. Si ya no me queda nada por decir, ni una palabra que crear, que echar, que escribir.

 

Quizá, si Cronos me concede una prórroga, me doctore en estolidez, una asignatura en la que, entre los políticos, de aquí y de allá, hay muchos catedráticos.

 

 

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