HABLEMOS
A la memoria de don Casimiro, párroco zamorano
Desde Zamora
Desde un agnosticismo pacífico y de algún modo inquieto, es difícil aceptar los anatemas que se vienen lanzando contra el sacerdocio católico. En lo que a mí concierne, cuento a los hombres buenos, aquellos adornados por la doble virtud de la humanidad y la bondad, con los dedos de una mano, y no casualmente tres de ellos ostentaron la condición de sacerdote. Por origen y vecindad el más cercano fue don Casimiro, titular a lo largo de años de la parroquia de San Juan de Puerta Nueva, recientemente fallecido.
Cura chico y sacerdote inmenso son palabras que definen a quien, en la inmediatez del día a día, tuve siempre y en lo principal por una excelente persona. Nuestro párroco jamás reprendió, menos aún ignoró, a feligreses poco dados a liturgia y ceremonias, partícipes sin acritud en ritos a veces amables y otras luctuosos, bajo presencia y palabras de un religioso ejemplar, familiarizado con el conocimiento de la naturaleza humana, ministerio con frecuencia decepcionante e ingrato.
De último, compartiendo el modesto hábito de pasear en esta Zamora mínima, coincidía por ahí, Santa Clara arriba o abajo, con mi párroco de toda la vida, para intercambiar saludos junto a algún comentario en ocasiones chispeante, desde un comedimiento fruto del respeto y la sabiduría. ¿Diplomacia, equidistancia de alguien consciente por oficio del valor e intención de la palabra? Sin duda, pero en él la pregunta por la familia era obligada, especialmente por los hijos, algo a simple vista trivial aunque revelador no ya de un saber adquirido, sino de una bondad innata enteramente suya, sin la cual no puede haber fe ni creencia, nacidas de una generosidad inseparable del misterio hondo del amor y la renuncia.
Don Casimiro, nuestro párroco, al igual que quienes habitamos una Zamora humilde, hizo ciudad y sobre todo humanidad. Así lo recordaremos, tentados quizá de creer merced al sincero testimonio de un hombre bueno. Descanse en paz.
Desde un agnosticismo pacífico y de algún modo inquieto, es difícil aceptar los anatemas que se vienen lanzando contra el sacerdocio católico. En lo que a mí concierne, cuento a los hombres buenos, aquellos adornados por la doble virtud de la humanidad y la bondad, con los dedos de una mano, y no casualmente tres de ellos ostentaron la condición de sacerdote. Por origen y vecindad el más cercano fue don Casimiro, titular a lo largo de años de la parroquia de San Juan de Puerta Nueva, recientemente fallecido.
Cura chico y sacerdote inmenso son palabras que definen a quien, en la inmediatez del día a día, tuve siempre y en lo principal por una excelente persona. Nuestro párroco jamás reprendió, menos aún ignoró, a feligreses poco dados a liturgia y ceremonias, partícipes sin acritud en ritos a veces amables y otras luctuosos, bajo presencia y palabras de un religioso ejemplar, familiarizado con el conocimiento de la naturaleza humana, ministerio con frecuencia decepcionante e ingrato.
De último, compartiendo el modesto hábito de pasear en esta Zamora mínima, coincidía por ahí, Santa Clara arriba o abajo, con mi párroco de toda la vida, para intercambiar saludos junto a algún comentario en ocasiones chispeante, desde un comedimiento fruto del respeto y la sabiduría. ¿Diplomacia, equidistancia de alguien consciente por oficio del valor e intención de la palabra? Sin duda, pero en él la pregunta por la familia era obligada, especialmente por los hijos, algo a simple vista trivial aunque revelador no ya de un saber adquirido, sino de una bondad innata enteramente suya, sin la cual no puede haber fe ni creencia, nacidas de una generosidad inseparable del misterio hondo del amor y la renuncia.
Don Casimiro, nuestro párroco, al igual que quienes habitamos una Zamora humilde, hizo ciudad y sobre todo humanidad. Así lo recordaremos, tentados quizá de creer merced al sincero testimonio de un hombre bueno. Descanse en paz.


















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