COSAS MÍAS
También yo soy culpable de la decadencia de Zamora
Cuando llevo un tiempo de dedicación a mí mismo, a cultivar mi intelecto, físico, amistades, amores, me pregunto si, después de tantos años de vida, demasiados, porque la decadencia ya ha dado un aldabonazo en la puerta de mi cuerpo, he hecho lo suficiente por Zamora´. Traduzco: ¿Puede hacer más por mis paisanos, por los más humildes? ¿Mi paso por el periodismo sirvió a sacro fin: la crítica del poder, del caciquismo, de los malandrines de la política? ¿Mis amigos estimarán mi labor, me recordarán profesionales con los que compartí redacciones, cuitas y alegrías, como a una buena persona? ¿Alcancé cargos acordes a mis méritos intelectuales o, mi forma de ser, demasiado serio, refractario ante la adulación a políticos y empresarios, me convirtió en un ser especial, en uno tipo insignificante de esos que juntan letras en los periódicos, cometen faltas de ortografía cuando hablan por la radio y dan la cara en una pantalla de televisión?
Como saben mis íntimos, despreció el periodismo que se imparte en nuestra provincia. Siempre hay profesionales que son la excepción a la regla. No me importa lo más mínimo lo que se piense de mí en esos medios, alquilados al poder por un plato de lentejas con bichos. Me encantaría tener enemigos más inteligentes, con mayor talento y cultura. En fin. Lo que me preocupa, me duele, incordia radica en mi rol de ciudadano como protagonista en la decadencia de Zamora. Soy reo también del ocaso, del declive de nuestra ciudad y de su provincia, porque quizá me acomodé tanto que me devoró la apatía, sentimiento común a los zamoranos.
Mi conciencia me azuza, me agrede, me persigue, porque me susurra al oído del alma que me equivoqué, que elegí la derrota, que preferí el papel de víctima, que no quise vencer, que me faltó gallardía para desenmascarar a los enemigos de Zamora, a los que obstaculizaron el progreso de nuestra tierra desde sus cargos políticos y sus emporios económicos; esa gentuza a la que siempre molestó que Zamora se llenase de trabajadores, de turistas, de empresarios, porque aquí se vivía muy bien, tranquilos, sin problemas, en sosiego, un oasis de caciquismo, de apellidos seculares, de gente bien, de orden y decimonónica.
Confieso mi fracaso como profesional, como periodista, como historiador, como zamorano. Nací en una ciudad que tenía vida, parte de mi juventud, antes de irme a Madrid a estudiar una carrera que no se adecuaba a mi inteligencia, y después a Salamanca. Aquella Zamora se esfumó, se evaporó, nos la robaron cuando llegó esta democracia, huérfana de políticos con talento, de políticos honrados, de hombres y mujeres idealistas.
Esta ciudad huele a ciprés, a miseria intelectual, a orines de jóvenes asociales y excrementos de canes, a desesperanza, a ropa vieja, a roña de mendigo. Prefiero que la ciudad pretérita huela a queso, mira hacia arriba para contemplar gigantes por doquier, viaje en el tiempo hacia el medioevo a través de mercados medievales. Me duele el alma cada vez que sé de un comercio que se va a cerrar, de un proyecto que no se ejecuta, de una buena idea que solo se queda en el magín.
Yo, Eugenio-Jesús de Ávila, me declaro culpable de la deriva económica y demográfica de mi tierra. Soy uno más entre los zamoranos que, pudiendo, se cruzaron de brazos, mientras el mal se apoderaba del presente para robarnos el futuro. No hay penitencia que absuelva mis pecados hacia la ciudad del alma.
Eugenio-Jesús de Ávila
Cuando llevo un tiempo de dedicación a mí mismo, a cultivar mi intelecto, físico, amistades, amores, me pregunto si, después de tantos años de vida, demasiados, porque la decadencia ya ha dado un aldabonazo en la puerta de mi cuerpo, he hecho lo suficiente por Zamora´. Traduzco: ¿Puede hacer más por mis paisanos, por los más humildes? ¿Mi paso por el periodismo sirvió a sacro fin: la crítica del poder, del caciquismo, de los malandrines de la política? ¿Mis amigos estimarán mi labor, me recordarán profesionales con los que compartí redacciones, cuitas y alegrías, como a una buena persona? ¿Alcancé cargos acordes a mis méritos intelectuales o, mi forma de ser, demasiado serio, refractario ante la adulación a políticos y empresarios, me convirtió en un ser especial, en uno tipo insignificante de esos que juntan letras en los periódicos, cometen faltas de ortografía cuando hablan por la radio y dan la cara en una pantalla de televisión?
Como saben mis íntimos, despreció el periodismo que se imparte en nuestra provincia. Siempre hay profesionales que son la excepción a la regla. No me importa lo más mínimo lo que se piense de mí en esos medios, alquilados al poder por un plato de lentejas con bichos. Me encantaría tener enemigos más inteligentes, con mayor talento y cultura. En fin. Lo que me preocupa, me duele, incordia radica en mi rol de ciudadano como protagonista en la decadencia de Zamora. Soy reo también del ocaso, del declive de nuestra ciudad y de su provincia, porque quizá me acomodé tanto que me devoró la apatía, sentimiento común a los zamoranos.
Mi conciencia me azuza, me agrede, me persigue, porque me susurra al oído del alma que me equivoqué, que elegí la derrota, que preferí el papel de víctima, que no quise vencer, que me faltó gallardía para desenmascarar a los enemigos de Zamora, a los que obstaculizaron el progreso de nuestra tierra desde sus cargos políticos y sus emporios económicos; esa gentuza a la que siempre molestó que Zamora se llenase de trabajadores, de turistas, de empresarios, porque aquí se vivía muy bien, tranquilos, sin problemas, en sosiego, un oasis de caciquismo, de apellidos seculares, de gente bien, de orden y decimonónica.
Confieso mi fracaso como profesional, como periodista, como historiador, como zamorano. Nací en una ciudad que tenía vida, parte de mi juventud, antes de irme a Madrid a estudiar una carrera que no se adecuaba a mi inteligencia, y después a Salamanca. Aquella Zamora se esfumó, se evaporó, nos la robaron cuando llegó esta democracia, huérfana de políticos con talento, de políticos honrados, de hombres y mujeres idealistas.
Esta ciudad huele a ciprés, a miseria intelectual, a orines de jóvenes asociales y excrementos de canes, a desesperanza, a ropa vieja, a roña de mendigo. Prefiero que la ciudad pretérita huela a queso, mira hacia arriba para contemplar gigantes por doquier, viaje en el tiempo hacia el medioevo a través de mercados medievales. Me duele el alma cada vez que sé de un comercio que se va a cerrar, de un proyecto que no se ejecuta, de una buena idea que solo se queda en el magín.
Yo, Eugenio-Jesús de Ávila, me declaro culpable de la deriva económica y demográfica de mi tierra. Soy uno más entre los zamoranos que, pudiendo, se cruzaron de brazos, mientras el mal se apoderaba del presente para robarnos el futuro. No hay penitencia que absuelva mis pecados hacia la ciudad del alma.
Eugenio-Jesús de Ávila

















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