 
  ZAMORANA
El regreso
    
   
	    
	
    
        
    
    
        
          
		
    
        			        			        			        
    
    
    
	
	
        
        
        			        			        			        
        
                
        
        ![[Img #93230]](https://eldiadezamora.es/upload/images/10_2024/8896_marisol.jpg) Un día regresó. Atrás quedaba sepultada toda una vida de experiencias, gente diversa, familia no elegida y un sinfín de recuerdos que habían sido su prioridad, negándose a admitir lo que era una evidencia palmaria: aquella insatisfacción a la que no podía acostumbrarse y que disfrazaba con extenuantes jornadas de oficina, cursos, viajes, trabajos extra... lo que fuera con tal de no aceptar la realidad de un sentimiento que le embargaba hasta asfixiarle: la nostalgia.
Un día regresó. Atrás quedaba sepultada toda una vida de experiencias, gente diversa, familia no elegida y un sinfín de recuerdos que habían sido su prioridad, negándose a admitir lo que era una evidencia palmaria: aquella insatisfacción a la que no podía acostumbrarse y que disfrazaba con extenuantes jornadas de oficina, cursos, viajes, trabajos extra... lo que fuera con tal de no aceptar la realidad de un sentimiento que le embargaba hasta asfixiarle: la nostalgia.
 
El tiempo transcurría deprisa mientras los hijos crecían, el interés menguaba y la rutina campaba a sus anchas, hasta que llegó el momento de tomar una decisión que, no por calibrada, resultó menos dolorosa. Tenía casi setenta años y se sentía solo, aunque le rodeara casi constantemente una caterva de amigos, vecinos, hijos o nietos.
 
Decidió algo incomprensible para todos: regresar a sus orígenes, volver a la que siempre fue su casa; a aquel entorno que edificó su niñez y protegió su adolescencia; así que, desoyendo las voces que le tildaban de inconsciente, e incluso de huraño por huir de un ambiente sólido para arriesgarse a una certera soledad en aquel lugar vacío, dejó todo y se encaminó a aquella nueva vida. Por supuesto albergaba temores y dudas que no confesaba a nadie, porque era consciente de que el tiempo había cambiado el pueblo y las gentes que lo habitaban; muchos de sus amigos de infancia habían muerto y se le haría difícil reconocer a alguien que continuara viviendo en el viejo villorrio.
 
Cuando llegó era preso de la impaciencia de un niño. Aparcó el coche que estaba atiborrado de sus pertenencias y fue directo a la vieja casa que ya no existía; en su lugar había brotado tanto follaje y maleza que ocultaban lo que fueron un día paredes o puertas. Permaneció frente a aquellas ruinas durante un buen rato y casi podía percibir los mismos olores y las mismas sensaciones de antaño; luego, decidió dar un paseo por el pueblo solitario, nadie en las calles, ni siquiera un perro o un gato que deambulara por ellas.
 
Llegó hasta la iglesia que estaba cerrada, se acercó a los restos de la vieja muralla de piedra, que antaño formó parte de un castillo, vio la colina labrada, algún campo sembrado de remolacha, y el rio que llevaba el mismo caudal pequeño, pero que nunca estaba seco, a pesar de que los juncos se internaban a sus anchas entorpeciendo la corriente de agua.
 
Despacio, disfrutando de cada paso, se encaminó al bar; allí, para su sorpresa, vio dos mesas con paisanos jugando a las cartas mientras se tomaban café y una copa de aguardiente. Al abrir la puerta, todos los ojos confluyeron en aquel hombre que sonreía tímidamente mientras saludaba con la mano y entonces, desde lejos, uno de los que estaban sentados, se levantó dirigiéndose a él con los brazos abiertos:
 
“Tú eres Santiago, Santi el Rubio” -le espetó mientras se fundían en un interminable abrazo-.
 
Y en ese momento, Santiago supo que había llegado a casa.
 
 
Mª Soledad Martín Turiño
        
        
    
       
            
    
        
        
	
    
                                                                                            	
                                        
                            
    
    
	
    
![[Img #93230]](https://eldiadezamora.es/upload/images/10_2024/8896_marisol.jpg) Un día regresó. Atrás quedaba sepultada toda una vida de experiencias, gente diversa, familia no elegida y un sinfín de recuerdos que habían sido su prioridad, negándose a admitir lo que era una evidencia palmaria: aquella insatisfacción a la que no podía acostumbrarse y que disfrazaba con extenuantes jornadas de oficina, cursos, viajes, trabajos extra... lo que fuera con tal de no aceptar la realidad de un sentimiento que le embargaba hasta asfixiarle: la nostalgia.
Un día regresó. Atrás quedaba sepultada toda una vida de experiencias, gente diversa, familia no elegida y un sinfín de recuerdos que habían sido su prioridad, negándose a admitir lo que era una evidencia palmaria: aquella insatisfacción a la que no podía acostumbrarse y que disfrazaba con extenuantes jornadas de oficina, cursos, viajes, trabajos extra... lo que fuera con tal de no aceptar la realidad de un sentimiento que le embargaba hasta asfixiarle: la nostalgia.
El tiempo transcurría deprisa mientras los hijos crecían, el interés menguaba y la rutina campaba a sus anchas, hasta que llegó el momento de tomar una decisión que, no por calibrada, resultó menos dolorosa. Tenía casi setenta años y se sentía solo, aunque le rodeara casi constantemente una caterva de amigos, vecinos, hijos o nietos.
Decidió algo incomprensible para todos: regresar a sus orígenes, volver a la que siempre fue su casa; a aquel entorno que edificó su niñez y protegió su adolescencia; así que, desoyendo las voces que le tildaban de inconsciente, e incluso de huraño por huir de un ambiente sólido para arriesgarse a una certera soledad en aquel lugar vacío, dejó todo y se encaminó a aquella nueva vida. Por supuesto albergaba temores y dudas que no confesaba a nadie, porque era consciente de que el tiempo había cambiado el pueblo y las gentes que lo habitaban; muchos de sus amigos de infancia habían muerto y se le haría difícil reconocer a alguien que continuara viviendo en el viejo villorrio.
Cuando llegó era preso de la impaciencia de un niño. Aparcó el coche que estaba atiborrado de sus pertenencias y fue directo a la vieja casa que ya no existía; en su lugar había brotado tanto follaje y maleza que ocultaban lo que fueron un día paredes o puertas. Permaneció frente a aquellas ruinas durante un buen rato y casi podía percibir los mismos olores y las mismas sensaciones de antaño; luego, decidió dar un paseo por el pueblo solitario, nadie en las calles, ni siquiera un perro o un gato que deambulara por ellas.
Llegó hasta la iglesia que estaba cerrada, se acercó a los restos de la vieja muralla de piedra, que antaño formó parte de un castillo, vio la colina labrada, algún campo sembrado de remolacha, y el rio que llevaba el mismo caudal pequeño, pero que nunca estaba seco, a pesar de que los juncos se internaban a sus anchas entorpeciendo la corriente de agua.
Despacio, disfrutando de cada paso, se encaminó al bar; allí, para su sorpresa, vio dos mesas con paisanos jugando a las cartas mientras se tomaban café y una copa de aguardiente. Al abrir la puerta, todos los ojos confluyeron en aquel hombre que sonreía tímidamente mientras saludaba con la mano y entonces, desde lejos, uno de los que estaban sentados, se levantó dirigiéndose a él con los brazos abiertos:
“Tú eres Santiago, Santi el Rubio” -le espetó mientras se fundían en un interminable abrazo-.
Y en ese momento, Santiago supo que había llegado a casa.
Mª Soledad Martín Turiño



















Normas de participación
Esta es la opinión de los lectores, no la de este medio.
Nos reservamos el derecho a eliminar los comentarios inapropiados.
La participación implica que ha leído y acepta las Normas de Participación y Política de Privacidad
Normas de Participación
Política de privacidad
Por seguridad guardamos tu IP
216.73.216.106