ZAMORANA
Zamora, mi anhelado refugio
No puedo ni quiero negar mi tierra, porque tuve que pagar el precio de la ausencia durante muchos años hasta poder disfrutarla, pese a que siempre he llevado a mi pueblo y a Zamora en el alma. Vivirlas desde la distancia fue muy duro, pero ahora he tenido la fortuna de tener tiempo libre y disfrutar de mi ciudad, esa ciudad que me vio nacer casi milagrosamente salvando in extremis la vida de mi madre y la mía propia; y no puedo olvidarme tampoco de Castronuevo, mi pueblo; deshabitado, vacío, olvidado, como todos los demás de la provincia, que sigue en pie gracias a los pocos habitantes que quedan y la ilusión que ponen con diferentes proyectos: recrear costumbres ancestrales, fomentar las fiestas, confeccionar banderolas de ganchillo de manos de las mujeres que se reúnen para socializar, y ahora elaborar un Belén que entretiene a sus habitantes y que adornará la próxima Navidad; estos pequeños propósitos son fruto de grandes ilusiones y gracias a eso se sobrevive en un pueblo de pocos vecinos, ahora que se han quedado sin ganadería, casi sin agricultura y con una forma de vida muy diferente a la de sus padres.
Estas tierras nuestras de la provincia de Zamora, tierras de adobe, tierras pobres que he visto desde niña como las labraban mi padre y mis antepasados hasta obtener el cereal que fue producto de una época de riqueza en los pueblos, ahora se han convertido en fincas que acogen plantas fotovoltaicas destruyendo la belleza de la planicie y reconvirtiendo un paisaje cerealista en una suerte de futurismo extraño que ha perdido la identidad de lo que eran los terrenos labrados o en barbecho de la llanura zamorana.
La capital, Zamora, donde tengo la dicha de recalar de vez en cuando, me ha sorprendido porque no la esperaba tan acogedora, tan coqueta, tan grata, tan hermosa… Soy consciente de que falta mucho por hacer, como en todas partes; que todo se puede embellecer más, pero la gente de los pueblos que ha venido a esta urbe y la ha convertido también en una de las más envejecidas, eligió estar aquí porque se sentían en su casa, porque Zamora es una especie de pueblo grande, una capital formada por los vecinos de los lugares aledaños que han decidido acabar sus días aquí.
Zamora tiene ese punto de añoranza, de abatimiento, de nostalgia y de melancolía, que me atrae enormemente; con un cierto tufo a iglesia, a rezo añejo y un sentimiento pueblerino al que soy tan aficionada. Sin embargo, nos abrimos al futuro, aceptamos la ayuda, las buenas ideas, vengan de donde vengan; somos gente hospitalaria y sencilla, pecamos de conformistas, pero no nos dejamos engañar… por eso, ¡que no me la toquen, que no toquen mi tierra, que no me la evalúen, que no me la desprestigien, porque se acabó la pasividad y la inercia de agachar la cabeza; Zamora sabe vibrar y mira al futuro con un bagaje repleto de sabiduría que la ha hecho más fuerte!.
Mª Soledad Martín Turiño
No puedo ni quiero negar mi tierra, porque tuve que pagar el precio de la ausencia durante muchos años hasta poder disfrutarla, pese a que siempre he llevado a mi pueblo y a Zamora en el alma. Vivirlas desde la distancia fue muy duro, pero ahora he tenido la fortuna de tener tiempo libre y disfrutar de mi ciudad, esa ciudad que me vio nacer casi milagrosamente salvando in extremis la vida de mi madre y la mía propia; y no puedo olvidarme tampoco de Castronuevo, mi pueblo; deshabitado, vacío, olvidado, como todos los demás de la provincia, que sigue en pie gracias a los pocos habitantes que quedan y la ilusión que ponen con diferentes proyectos: recrear costumbres ancestrales, fomentar las fiestas, confeccionar banderolas de ganchillo de manos de las mujeres que se reúnen para socializar, y ahora elaborar un Belén que entretiene a sus habitantes y que adornará la próxima Navidad; estos pequeños propósitos son fruto de grandes ilusiones y gracias a eso se sobrevive en un pueblo de pocos vecinos, ahora que se han quedado sin ganadería, casi sin agricultura y con una forma de vida muy diferente a la de sus padres.
Estas tierras nuestras de la provincia de Zamora, tierras de adobe, tierras pobres que he visto desde niña como las labraban mi padre y mis antepasados hasta obtener el cereal que fue producto de una época de riqueza en los pueblos, ahora se han convertido en fincas que acogen plantas fotovoltaicas destruyendo la belleza de la planicie y reconvirtiendo un paisaje cerealista en una suerte de futurismo extraño que ha perdido la identidad de lo que eran los terrenos labrados o en barbecho de la llanura zamorana.
La capital, Zamora, donde tengo la dicha de recalar de vez en cuando, me ha sorprendido porque no la esperaba tan acogedora, tan coqueta, tan grata, tan hermosa… Soy consciente de que falta mucho por hacer, como en todas partes; que todo se puede embellecer más, pero la gente de los pueblos que ha venido a esta urbe y la ha convertido también en una de las más envejecidas, eligió estar aquí porque se sentían en su casa, porque Zamora es una especie de pueblo grande, una capital formada por los vecinos de los lugares aledaños que han decidido acabar sus días aquí.
Zamora tiene ese punto de añoranza, de abatimiento, de nostalgia y de melancolía, que me atrae enormemente; con un cierto tufo a iglesia, a rezo añejo y un sentimiento pueblerino al que soy tan aficionada. Sin embargo, nos abrimos al futuro, aceptamos la ayuda, las buenas ideas, vengan de donde vengan; somos gente hospitalaria y sencilla, pecamos de conformistas, pero no nos dejamos engañar… por eso, ¡que no me la toquen, que no toquen mi tierra, que no me la evalúen, que no me la desprestigien, porque se acabó la pasividad y la inercia de agachar la cabeza; Zamora sabe vibrar y mira al futuro con un bagaje repleto de sabiduría que la ha hecho más fuerte!.
Mª Soledad Martín Turiño


















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