
COSAS MÍAS
Nochebuena y Navidad, celebraciones de la melancolía
Eugenio-Jesús de Ávila
Confieso que la película “Plácido”, una de las obras maestras de Berlanga, me marcó. Durante su visión, me reí muchísimo de tanta genialidad, pero, una vez concluida, acudió esa tristeza que provoca la empatía cuando el prójimo sufre, cuando tus semejantes pasan penalidades, cuando otras personas enferman, cuando hay tanta hipocresía por doquier.
Si pudiera, eliminaría de mi calendario las navidades. Ha tiempo que no las disfruto, porque gente a la que amé tanto como mi padre, mi hermana, mis abuelos ya no están. Y, durante la cena de la Nochebuena, mientras saboreo cualquier vianda, acuden a mi memoria sus voces, sus sonrisas, sus gestos, sus enseñanzas. La Navidad potencia la melancolía para los que ya tenemos más tiempo pretérito que futuro, cierta sensibilidad y alguna clase de compasión.
La vida, tan caprichosa, quiso que mi abuelo paterno, Manuel de Ávila, viesa luz primera, en su Extremadura querida, en La Vera, un día de Nochebuena. Mi padre, Antonio de Ávila Comín cumpliría mañana 96 años. ¡Cómo olvidarse de las navidades, pues! Y los que antaño vivieron la Navidad con un chupete entre los labios, hoy ya se licencias en diversas carreras universitarias. Y los que disfrutábamos de novias, parejas y amores, ya nos espera la vejez a la vuelta de la esquina.
Tanto esta noche como mañana, recuerdo a los amigos que se fueron y, más aún, a las familias que los perdieron, madres, esposas, hijos e hijas. Y me entristece ese dolor profundo que va creciendo mientras va llegando la hora de la cena familiar. Porque faltará esa persona que tanto los amó y amaron, que fue ejemplo de vida, forjador de sonrisas en los malos momentos, consejero cuando fue menester, padre, marido, hijo y amigo. La vida ahoga la alegría con lágrimas. La vida es cruel, tanto como Yahvé con Moisés, porque nos castiga cuando disfrutamos y parece que nos hemos olvidado de la muerte, siempre al acecho, escondida detrás de tu sombra, silente mientras hablamos.
Hay que ser niño para deleitarte en las fiestas navideñas. Hay que ignorar para regocijarse. No se puede pensar, porque, cuanto más reflexionas, más sufres. Y, durante estos días, se nos ha prohibido afligirnos, quejarnos, amargarnos, porque solo estamos ya preparados saborear viandas y brindar con champagne o cava, mientras felicitamos al cuñado, al compañero de trabajo o al vecino del quinto, a los que no soportamos el resto del año. Hipocresía para celebrar el nacimiento del Niño Jesús en Belén.
Fotografía Esteban Pedrosa
Eugenio-Jesús de Ávila
Confieso que la película “Plácido”, una de las obras maestras de Berlanga, me marcó. Durante su visión, me reí muchísimo de tanta genialidad, pero, una vez concluida, acudió esa tristeza que provoca la empatía cuando el prójimo sufre, cuando tus semejantes pasan penalidades, cuando otras personas enferman, cuando hay tanta hipocresía por doquier.
Si pudiera, eliminaría de mi calendario las navidades. Ha tiempo que no las disfruto, porque gente a la que amé tanto como mi padre, mi hermana, mis abuelos ya no están. Y, durante la cena de la Nochebuena, mientras saboreo cualquier vianda, acuden a mi memoria sus voces, sus sonrisas, sus gestos, sus enseñanzas. La Navidad potencia la melancolía para los que ya tenemos más tiempo pretérito que futuro, cierta sensibilidad y alguna clase de compasión.
La vida, tan caprichosa, quiso que mi abuelo paterno, Manuel de Ávila, viesa luz primera, en su Extremadura querida, en La Vera, un día de Nochebuena. Mi padre, Antonio de Ávila Comín cumpliría mañana 96 años. ¡Cómo olvidarse de las navidades, pues! Y los que antaño vivieron la Navidad con un chupete entre los labios, hoy ya se licencias en diversas carreras universitarias. Y los que disfrutábamos de novias, parejas y amores, ya nos espera la vejez a la vuelta de la esquina.
Tanto esta noche como mañana, recuerdo a los amigos que se fueron y, más aún, a las familias que los perdieron, madres, esposas, hijos e hijas. Y me entristece ese dolor profundo que va creciendo mientras va llegando la hora de la cena familiar. Porque faltará esa persona que tanto los amó y amaron, que fue ejemplo de vida, forjador de sonrisas en los malos momentos, consejero cuando fue menester, padre, marido, hijo y amigo. La vida ahoga la alegría con lágrimas. La vida es cruel, tanto como Yahvé con Moisés, porque nos castiga cuando disfrutamos y parece que nos hemos olvidado de la muerte, siempre al acecho, escondida detrás de tu sombra, silente mientras hablamos.
Hay que ser niño para deleitarte en las fiestas navideñas. Hay que ignorar para regocijarse. No se puede pensar, porque, cuanto más reflexionas, más sufres. Y, durante estos días, se nos ha prohibido afligirnos, quejarnos, amargarnos, porque solo estamos ya preparados saborear viandas y brindar con champagne o cava, mientras felicitamos al cuñado, al compañero de trabajo o al vecino del quinto, a los que no soportamos el resto del año. Hipocresía para celebrar el nacimiento del Niño Jesús en Belén.
Fotografía Esteban Pedrosa
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