ZAMORANA
Un último deseo
Mª Soledad Martín Turiño
La luna iluminaba el pueblo en silencio y las calles poco transitadas; su luz era blanca y pura como el alma de un niño y se rodeaba de un séquito de estrellas brillantes que la dotaban aún de mayor fulgor.
Las casas se perfilaban en la noche como sombras enlazadas cobijando las calles por donde deambulaba algún perro callejero o un gato que se guarecía ovillado en una esquina. De pronto se escucha el murmullo apenas audible de una pareja de enamorados que camina despacio arrullándose, con sus cuerpos enlazados y unas sonrisas cómplices de felicidad a la luz de la luna son el vivo retrato del amor, son jóvenes e inocentes y creen que el futuro solo ha de depararles momentos felices. ¡Ojala no se trunque ese sentimiento con los avatares de la vida!
Les dejo susurrando amor eterno y acerco la vista a la otra parte del pueblo donde la iluminación apenas llega entre un abigarrado conjunto de casas; asusta pensar que cualquiera podría salir de entre las sombras y darnos un buen susto, pero este es un pueblo apacible y sé que no ocurrirá.
Tras la iglesia, donde ahora se ubica la báscula municipal, hubo un pequeño cementerio de donde surgían rumores y lamentos según escuché siendo niña. No me extrañaría que en la penumbra de la noche continuaran aún los restos de almas muertas que claman justicia por haberles cambiado su lugar de reposo al abrigo de la iglesia.
Con todo, supersticiones aparte, resulta grato pasear la vista por estas calles desde lo alto, otear los espacios e inmiscuirse en los secretos de la gente, percibir tras las ventanas a las familias que se preparan para relajarse un poco de toda una jornada de trabajo, una vez acostados los niños, y ven un rato la televisión; o en otra casa cómo el viejo que vive solo opta por leer un momento antes de irse a descansar… en una palabra es agradable comprobar cómo la vida continúa cuando yo la terminé hace tiempo.
Desde esta enorme altura, perdido en la distancia y en el tiempo se me ha dado la oportunidad de contemplar por última vez mi pueblo; ha sido un regalo grandioso antes de extinguirme por completo y pasar a esa otra dimensión en la que siempre he creído. Ahora ya puedo irme porque soy feliz y sé que todo continuará como siempre, la rueda de la vida seguirá girando y poco a poco vendrán conmigo los seres que tanto he querido y ahora están ocupados en la ardua tarea de vivir. Aquí los espero.
La luna iluminaba el pueblo en silencio y las calles poco transitadas; su luz era blanca y pura como el alma de un niño y se rodeaba de un séquito de estrellas brillantes que la dotaban aún de mayor fulgor.
Las casas se perfilaban en la noche como sombras enlazadas cobijando las calles por donde deambulaba algún perro callejero o un gato que se guarecía ovillado en una esquina. De pronto se escucha el murmullo apenas audible de una pareja de enamorados que camina despacio arrullándose, con sus cuerpos enlazados y unas sonrisas cómplices de felicidad a la luz de la luna son el vivo retrato del amor, son jóvenes e inocentes y creen que el futuro solo ha de depararles momentos felices. ¡Ojala no se trunque ese sentimiento con los avatares de la vida!
Les dejo susurrando amor eterno y acerco la vista a la otra parte del pueblo donde la iluminación apenas llega entre un abigarrado conjunto de casas; asusta pensar que cualquiera podría salir de entre las sombras y darnos un buen susto, pero este es un pueblo apacible y sé que no ocurrirá.
Tras la iglesia, donde ahora se ubica la báscula municipal, hubo un pequeño cementerio de donde surgían rumores y lamentos según escuché siendo niña. No me extrañaría que en la penumbra de la noche continuaran aún los restos de almas muertas que claman justicia por haberles cambiado su lugar de reposo al abrigo de la iglesia.
Con todo, supersticiones aparte, resulta grato pasear la vista por estas calles desde lo alto, otear los espacios e inmiscuirse en los secretos de la gente, percibir tras las ventanas a las familias que se preparan para relajarse un poco de toda una jornada de trabajo, una vez acostados los niños, y ven un rato la televisión; o en otra casa cómo el viejo que vive solo opta por leer un momento antes de irse a descansar… en una palabra es agradable comprobar cómo la vida continúa cuando yo la terminé hace tiempo.
Desde esta enorme altura, perdido en la distancia y en el tiempo se me ha dado la oportunidad de contemplar por última vez mi pueblo; ha sido un regalo grandioso antes de extinguirme por completo y pasar a esa otra dimensión en la que siempre he creído. Ahora ya puedo irme porque soy feliz y sé que todo continuará como siempre, la rueda de la vida seguirá girando y poco a poco vendrán conmigo los seres que tanto he querido y ahora están ocupados en la ardua tarea de vivir. Aquí los espero.
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