ZAMORANA
Mis mañanas por Zamora
Mª Soledad Martín Turiño
A primera hora de la mañana, cuando la ciudad aún no se ha despertado, gusto de pasear entre sus calles dormidas, estrechas y hermosas, tomar el primer café del día en alguna de las cantinas del centro que abren temprano y ver como todo empieza a moverse: los comercios quitan el cartel de “cerrado”, acuden a la iglesia un goteo incesante de personas mayores –la mayoría mujeres- que van a la misa rezada antes de hacer la compra y subir a casa, de esta forma ocupan la mitad del día con quehaceres rutinarios y autoimpuestos para calmar una honda soledad.
Llegan los camiones y furgonetas abastecidos con las viandas que suministrarán en el mercado local que ahora empieza a ser un hervidero de gente, los puestos cobran vida para colocar los víveres de manera llamativa y ordenada a los clientes que, en un rato, empezarán a entrar. Los camioneros se apresuran a coger buen sitio cerca de la plaza para descargar lo antes posible y luego desayunar el famoso café con churros en el bar de enfrente antes de marcharse de nuevo. Los aledaños del mercado están intransitables a causa de las cajas de fruta, hortalizas y pescado que esperan a ser colocadas en el interior. La gente va y viene en un caos ordenado, producto de una rutina diaria, en el que cada persona tiene una labor asignada; luego se restablecerá el orden y, por último, un operario municipal regará las calles para despejar los últimos resquicios de suciedad provocados por los restos de alimentos que han trasegado hasta llegar a los puestos.
A las nueve de la mañana todo está listo para atender a los primeros clientes del día que llegarán en tropel a los puestos del mercado para abastecer sus despensas. Los comerciantes, pese al trajín de minutos antes, aparecen pulcros con sus mandiles blancos y una sonrisa para atraer a unos parroquianos que conocen desde siempre, muchos de ellos clientela fija, a base de verlos casi a diario.
Salgo del café dispuesto a disfrutar de la suave brisa de un día cálido y me encamino hacia la catedral donde disfruto del silencio, paseo por el interior sin cansarme nunca de contemplar la preciosa imaginería que orna los altares, las capillas, la sillería del coro, la cúpula decorada del cimborrio, la imponente reja que cierra el retablo mayor y el claustro donde encuentro un incomparable sosiego. Al salir de este majestuoso templo me dirijo hacia los jardines del castillo y tomo asiento en un banco, saco mi agenda de notas e intento plasmar las sensaciones percibidas aquella mañana, o improviso un boceto de la muralla o de cualquier escultura que orna aquel espacio. El recinto está casi vacío pero no tardarán en llegar personas mayores que, como yo, ocupan sus horas y jóvenes madres que pasean a sus hijos… pero eso tardará un poco; mientras tanto estoy a solas gozando de un pedacito de esta ciudad que tanto amo.
A primera hora de la mañana, cuando la ciudad aún no se ha despertado, gusto de pasear entre sus calles dormidas, estrechas y hermosas, tomar el primer café del día en alguna de las cantinas del centro que abren temprano y ver como todo empieza a moverse: los comercios quitan el cartel de “cerrado”, acuden a la iglesia un goteo incesante de personas mayores –la mayoría mujeres- que van a la misa rezada antes de hacer la compra y subir a casa, de esta forma ocupan la mitad del día con quehaceres rutinarios y autoimpuestos para calmar una honda soledad.
Llegan los camiones y furgonetas abastecidos con las viandas que suministrarán en el mercado local que ahora empieza a ser un hervidero de gente, los puestos cobran vida para colocar los víveres de manera llamativa y ordenada a los clientes que, en un rato, empezarán a entrar. Los camioneros se apresuran a coger buen sitio cerca de la plaza para descargar lo antes posible y luego desayunar el famoso café con churros en el bar de enfrente antes de marcharse de nuevo. Los aledaños del mercado están intransitables a causa de las cajas de fruta, hortalizas y pescado que esperan a ser colocadas en el interior. La gente va y viene en un caos ordenado, producto de una rutina diaria, en el que cada persona tiene una labor asignada; luego se restablecerá el orden y, por último, un operario municipal regará las calles para despejar los últimos resquicios de suciedad provocados por los restos de alimentos que han trasegado hasta llegar a los puestos.
A las nueve de la mañana todo está listo para atender a los primeros clientes del día que llegarán en tropel a los puestos del mercado para abastecer sus despensas. Los comerciantes, pese al trajín de minutos antes, aparecen pulcros con sus mandiles blancos y una sonrisa para atraer a unos parroquianos que conocen desde siempre, muchos de ellos clientela fija, a base de verlos casi a diario.
Salgo del café dispuesto a disfrutar de la suave brisa de un día cálido y me encamino hacia la catedral donde disfruto del silencio, paseo por el interior sin cansarme nunca de contemplar la preciosa imaginería que orna los altares, las capillas, la sillería del coro, la cúpula decorada del cimborrio, la imponente reja que cierra el retablo mayor y el claustro donde encuentro un incomparable sosiego. Al salir de este majestuoso templo me dirijo hacia los jardines del castillo y tomo asiento en un banco, saco mi agenda de notas e intento plasmar las sensaciones percibidas aquella mañana, o improviso un boceto de la muralla o de cualquier escultura que orna aquel espacio. El recinto está casi vacío pero no tardarán en llegar personas mayores que, como yo, ocupan sus horas y jóvenes madres que pasean a sus hijos… pero eso tardará un poco; mientras tanto estoy a solas gozando de un pedacito de esta ciudad que tanto amo.
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