PADRE
Antonio de Ávila Comín: En el nombre del hijo
Eugenio-Jesús de Ávila
Creía en Dios y en el Hombre. Amó con locura a su esposa, Rosi, mi madre; y a su familia, incluso a mí, que no fui el mejor de su prole. Tenía fe en la amistad, en la bondad del género humano, en su ciudad, en el Zamora Club de Fútbol, en el Athletic Club de Bilbao. Estudiaba la tauromaquia. Discutía con quién no la entendía para enseñarle su esencia. Se llamó Antonio de Ávila Comín. Fue mi padre, lo es aún y lo será hasta que yo deje de ser lo que soy.
Lo he llorado. Mucho. No tanto como se merecía. Lo lloraré hasta que se me evaparon los lacrimales. Él fue el mecenas de este periódico. Nunca me censuró. Sin él, yo, su primogénito, perseguido por malandrines de la política, nunca habría vuelto a escribir una sola palabra para que los zamoranos la leyesen, para descargar mi alma, para vivir, para ganar el pan con el sudor de mi pluma, de mi ordenador. Confiaba en mí. Yo la admiraba. Antes de irse, le susurré al oído que lo querría siempre y que me perdonase mis estupideces juveniles, mi vanidad de adolescente.
Cuando se tiene un padre tan grande como él, nunca entras en competencia, no pretendes superarlo, porque es inalcanzable. Asumes que él es maestro y guía. Y te avergüenzas de haber desafiado sus enseñanzas en tiempos de esa enfermedad, la juventud, que se cura con el tiempo.
Antonio de Ávila vino a la vida para hacer el bien. No conozco a nadie que lo odiara. Si supe de felones, de personas en las que creyó que lo traicionaron. Los perdonó. Fue un hombre que conoció la felicidad: se casó con la mujer que amó y se murió amándola después de casi 65 años de matrimonio, y fue correspondido. A amor, más amor. Ahí se halla Dios.
Nunca consideró el trabajo como un castigo, más bien con un premio, más si trabajaba para el pueblo. Como su padre, nunca comprendió que un funcionario explotase al Estado, que tratase mal al administrado, que prefiriese el título de gandul al de diligente.
Aun en las circunstancias más tristes, supo sacar una sonrisa de la tristeza, ironía de la pena, una parodia de un escándalo.
Como creía en Dios y en el cielo, hoy estará con sus padres, Manuel y Carmen; con sus hermanos, Manolo, al que recordó en su último delirio; Pilar y Fernando. Se gastará bromas con su íntimo Félix del Hoyo, hablará de la cofradía de Jesús Nazareno y de cómo organizarla con su presidente, Macario Delgado, y asistirá su espíritu esta Semana Santa al Santo Entierro, y le dará las gracias a su presidente Graceliano Hernández, por su silencio, por su corona de flores. Discutirá de política, de la II República, con Franco y Manuel Azaña; con Adolfo Suárez de sus errores, de las autonomías que sobran, de la Ley Electoral, injusta; y después sacará alguna broma a relucir para que sonrían los serafines, arcángeles y ángeles. E intentará, hasta que yo me muera, convencerme de que Dios existe. Pero antes, cuando se encuentre con San Pedro, le echará una bronca por haber sido tan pusilánime.
1 de abril de 2019. Mi padre, Antonio de Ávila Comín, derrotó a la muerte, porque cuando se ama tanto, las parcas se avergüenzan. A partir de hoy, yo seré menos, mientras su memoria me iluminará hasta que me vaya con él a otra dimensión. Nada más.
Gracias a todos los que me mostraron durante estos días su inmenso cariño por su persona. Los buenos siempre aman a los buenos.
Creía en Dios y en el Hombre. Amó con locura a su esposa, Rosi, mi madre; y a su familia, incluso a mí, que no fui el mejor de su prole. Tenía fe en la amistad, en la bondad del género humano, en su ciudad, en el Zamora Club de Fútbol, en el Athletic Club de Bilbao. Estudiaba la tauromaquia. Discutía con quién no la entendía para enseñarle su esencia. Se llamó Antonio de Ávila Comín. Fue mi padre, lo es aún y lo será hasta que yo deje de ser lo que soy.
Lo he llorado. Mucho. No tanto como se merecía. Lo lloraré hasta que se me evaparon los lacrimales. Él fue el mecenas de este periódico. Nunca me censuró. Sin él, yo, su primogénito, perseguido por malandrines de la política, nunca habría vuelto a escribir una sola palabra para que los zamoranos la leyesen, para descargar mi alma, para vivir, para ganar el pan con el sudor de mi pluma, de mi ordenador. Confiaba en mí. Yo la admiraba. Antes de irse, le susurré al oído que lo querría siempre y que me perdonase mis estupideces juveniles, mi vanidad de adolescente.
Cuando se tiene un padre tan grande como él, nunca entras en competencia, no pretendes superarlo, porque es inalcanzable. Asumes que él es maestro y guía. Y te avergüenzas de haber desafiado sus enseñanzas en tiempos de esa enfermedad, la juventud, que se cura con el tiempo.
Antonio de Ávila vino a la vida para hacer el bien. No conozco a nadie que lo odiara. Si supe de felones, de personas en las que creyó que lo traicionaron. Los perdonó. Fue un hombre que conoció la felicidad: se casó con la mujer que amó y se murió amándola después de casi 65 años de matrimonio, y fue correspondido. A amor, más amor. Ahí se halla Dios.
Nunca consideró el trabajo como un castigo, más bien con un premio, más si trabajaba para el pueblo. Como su padre, nunca comprendió que un funcionario explotase al Estado, que tratase mal al administrado, que prefiriese el título de gandul al de diligente.
Aun en las circunstancias más tristes, supo sacar una sonrisa de la tristeza, ironía de la pena, una parodia de un escándalo.
Como creía en Dios y en el cielo, hoy estará con sus padres, Manuel y Carmen; con sus hermanos, Manolo, al que recordó en su último delirio; Pilar y Fernando. Se gastará bromas con su íntimo Félix del Hoyo, hablará de la cofradía de Jesús Nazareno y de cómo organizarla con su presidente, Macario Delgado, y asistirá su espíritu esta Semana Santa al Santo Entierro, y le dará las gracias a su presidente Graceliano Hernández, por su silencio, por su corona de flores. Discutirá de política, de la II República, con Franco y Manuel Azaña; con Adolfo Suárez de sus errores, de las autonomías que sobran, de la Ley Electoral, injusta; y después sacará alguna broma a relucir para que sonrían los serafines, arcángeles y ángeles. E intentará, hasta que yo me muera, convencerme de que Dios existe. Pero antes, cuando se encuentre con San Pedro, le echará una bronca por haber sido tan pusilánime.
1 de abril de 2019. Mi padre, Antonio de Ávila Comín, derrotó a la muerte, porque cuando se ama tanto, las parcas se avergüenzan. A partir de hoy, yo seré menos, mientras su memoria me iluminará hasta que me vaya con él a otra dimensión. Nada más.
Gracias a todos los que me mostraron durante estos días su inmenso cariño por su persona. Los buenos siempre aman a los buenos.

















Gonzalo | Martes, 02 de Abril de 2019 a las 20:06:51 horas
Me uno a tu dolor... aún sabiendo que, ni siquiera, podré acercarme.
Tú padre, desde allá, se sentirá orgulloso de tí...y se lo dirá a todos esos que has citado.
Un abrazo
Accede para votar (0) (0) Accede para responder