EL BECARIO TARDÍO
El Látigo Negro
Martina había vivido su niñez entre su pueblo y el hospicio donde su madre la dejó con la disculpa de no poder alimentar a tanta prole, pero la muchacha se escapaba siempre que podía y regresaba siguiendo la vía del tren. Cuando aparecía, la madre la denunciaba a la guardia civil y vuelta a empezar. Un día, la hermana del cura que oficiaba los actos litúrgicos en el pueblo, se la llevó a Barcelona y nunca más apareció por allí.
Puede decirse que yo fui uno de los perjudicados, pues aquel lugar era el pueblo donde mis padres habían nacido y pasaba allí los veranos, siendo Martina mi compañera de juegos preferida. Por esas cosas raras que tiene la vida, me la encontré en Barcelona, ambos ya veinteañeros y vivimos una historia de amor. Supe, entonces, que la hermana del cura se la llevó a Barcelona porque, en realidad, era su sobrina, fruto de las relaciones entre el ministro de Dios y la madre que la parió, algo que siempre se había comentado en el lugar. y algunos daban por hecho.
Nos gustaba hablar de nuestra niñez, episodios vividos en el pueblo y yo me prodigaba en aquel, cuando estuve a punto de morir ahorcado, después de emular con un primo mío las aventuras de El Látigo Negro, en el momento que él me ponía el lazo al cuello para colgarme ficticiamente, pero la cuerda cada vez me apretaba más y estaba a punto de asfixiarme cuando apareció la panadera con unas tijeras y me salvó la vida. “No sé quién” repetía la buena señora, “pero alguien me avisó de lo que ocurría, menos mal”. Martina me pedía que se lo contara una y otra vez y se reía.
Nuestra historia acabó, pero hace poco vino a verme. Su madre había muerto y quería que la acompañara al entierro. Después, volvimos a hablar de todo aquello y volvió a pedirme que le relatara el episodio de El Látigo Negro: “Fui yo quien avisó a la panadera, pero estaba recién escapada del hospicio y no quería que la guardia civil me encontrara tan pronto”.
Martina había vivido su niñez entre su pueblo y el hospicio donde su madre la dejó con la disculpa de no poder alimentar a tanta prole, pero la muchacha se escapaba siempre que podía y regresaba siguiendo la vía del tren. Cuando aparecía, la madre la denunciaba a la guardia civil y vuelta a empezar. Un día, la hermana del cura que oficiaba los actos litúrgicos en el pueblo, se la llevó a Barcelona y nunca más apareció por allí.
Puede decirse que yo fui uno de los perjudicados, pues aquel lugar era el pueblo donde mis padres habían nacido y pasaba allí los veranos, siendo Martina mi compañera de juegos preferida. Por esas cosas raras que tiene la vida, me la encontré en Barcelona, ambos ya veinteañeros y vivimos una historia de amor. Supe, entonces, que la hermana del cura se la llevó a Barcelona porque, en realidad, era su sobrina, fruto de las relaciones entre el ministro de Dios y la madre que la parió, algo que siempre se había comentado en el lugar. y algunos daban por hecho.
Nos gustaba hablar de nuestra niñez, episodios vividos en el pueblo y yo me prodigaba en aquel, cuando estuve a punto de morir ahorcado, después de emular con un primo mío las aventuras de El Látigo Negro, en el momento que él me ponía el lazo al cuello para colgarme ficticiamente, pero la cuerda cada vez me apretaba más y estaba a punto de asfixiarme cuando apareció la panadera con unas tijeras y me salvó la vida. “No sé quién” repetía la buena señora, “pero alguien me avisó de lo que ocurría, menos mal”. Martina me pedía que se lo contara una y otra vez y se reía.
Nuestra historia acabó, pero hace poco vino a verme. Su madre había muerto y quería que la acompañara al entierro. Después, volvimos a hablar de todo aquello y volvió a pedirme que le relatara el episodio de El Látigo Negro: “Fui yo quien avisó a la panadera, pero estaba recién escapada del hospicio y no quería que la guardia civil me encontrara tan pronto”.