Desde la ventana

Llevo dieciocho días contemplando la vida desde una ventana por la que apenas pasa nada ni nadie, si acaso un hombre con un pan debajo del brazo (no sé si lo traería consigo al nacer), algún dueño de perro agachándose a recoger su caca, la mujer habitual con su carrito de Correos o el barrendero, también habitual, con un carro más grande, quien va más veloz que nunca, al no hallar restos humanos en su recorrido. Lo que me queda más claro de estas estampas cotidianas es que antes el perro sacaba al dueño y ahora las tornas se han cambiado.
Dieciocho días contemplando la vida desde una ventana que da a la calle y esa otra ventanita digital que da al mundo y, lo que es peor, a los políticos y, lo que es peor, a las miserias de los políticos y estas generaciones de adalides que nos ha tocado vivir, con un nivel tan bajo que asustan más que el propio virus y, lo que es peor, no están solo en el gobierno y se desperdigan por todo el mundo como la propia pandemia, razón por la que le pido todos días a un dios en el que no creo que me coja confesado.
Menos mal que la gente es buena, manipulable y buena, eso sí, y quiero pensar que esas manifestaciones a través de las ventanas son más por gestos espontáneos, aunque ya los políticos intentan utilizarlas para sí, queriendo cambiar el aplauso por ruido de pucheros, utilizando a la masa para denigrarse entre ellos y ganar sus batallitas.
Dieciocho días contemplando la vida desde una ventana, lo que me ha recordado aquellas otras ventanas que tuve en mi vida, desde las que vi llover y de las que escribí en algún momento.
Dieciocho días viendo la vida desde la altura de un primer piso, viendo la vida solitaria y en soledad, la vida de una ciudad provinciana más que nunca, pero ahora sin envidiar a esas grandes urbes, cuyas calles también están vacías, más vacías, si cabe, en la comparanza  y todos los días deseando que llegue la noche para ver pasar la vida a oscuras y que llegue, por fin, ese amanecer tan deseado.