PASIÓN POR ZAMORA
Pasión por la muerte viva
Hay dos procesiones que me huelen a Duero, a junco, a canto rodado, a lodo, a árbol ahogado, la del Vía Crucis, que lo cruza, que se mira en sus aguas turbias, narcisismo divino, y la del Cristo del Amparo, que solo le acaricia su mejilla derecha, allá, abajo, en San Claudio de Olivares, cuando el Miércoles Santo ha dejado de serlo para convertirse en madrugada, la hija frívola de la noche.
Yo no sé si esta Hermandad de Penitencia, que el vulgo conoce como la de las “capas pardas”, convierte a agnósticos en creyentes, a ateos en almas pías, pero a los que nos olvidamos de Dios observando una postura del sol y siguiendo la luz de un cometa en una noche de agosto, nos impacta ese sabor a muerte que exhala este desfile: su música, con ese bombardino que parece soplarse desde la boca del alma; las carracas, verduleras del silencio; los faroles, cómplices de la oscuridad, la calavera que sueña con ser carne a los pies de la cruz, el andar, rendido, sosegado, en calma, de los cofrades…todo me sabe a tiempo pretérito, a un viaje hacia el pasado, como si viviésemos en 1956. La belleza siempre perdura, porque se recrea, nace cada día. Y este diseño de procesión lleva tanta agonía dentro, tanta muerte en sus entrañas, que duele por su hermosura.
Soy, pues, un ateo que disfruta, que goza, que alcanza el éxtasis, con manifestaciones religiosas, con la querencia por la muerte de los católicos, que han convertido una fe en una estrofa sin rima y una religión, en una escultura de un dios sin dimensiones. Pero, en la ciudad del alma, se esculpió al Hijo del Hombre porque Dios se transforma en agua, que se evapora y no se halla. Ver para creer. Pasión por Zamora, pasión por la muerte viva
Eugenio-Jesús de Ávila
Hay dos procesiones que me huelen a Duero, a junco, a canto rodado, a lodo, a árbol ahogado, la del Vía Crucis, que lo cruza, que se mira en sus aguas turbias, narcisismo divino, y la del Cristo del Amparo, que solo le acaricia su mejilla derecha, allá, abajo, en San Claudio de Olivares, cuando el Miércoles Santo ha dejado de serlo para convertirse en madrugada, la hija frívola de la noche.
Yo no sé si esta Hermandad de Penitencia, que el vulgo conoce como la de las “capas pardas”, convierte a agnósticos en creyentes, a ateos en almas pías, pero a los que nos olvidamos de Dios observando una postura del sol y siguiendo la luz de un cometa en una noche de agosto, nos impacta ese sabor a muerte que exhala este desfile: su música, con ese bombardino que parece soplarse desde la boca del alma; las carracas, verduleras del silencio; los faroles, cómplices de la oscuridad, la calavera que sueña con ser carne a los pies de la cruz, el andar, rendido, sosegado, en calma, de los cofrades…todo me sabe a tiempo pretérito, a un viaje hacia el pasado, como si viviésemos en 1956. La belleza siempre perdura, porque se recrea, nace cada día. Y este diseño de procesión lleva tanta agonía dentro, tanta muerte en sus entrañas, que duele por su hermosura.
Soy, pues, un ateo que disfruta, que goza, que alcanza el éxtasis, con manifestaciones religiosas, con la querencia por la muerte de los católicos, que han convertido una fe en una estrofa sin rima y una religión, en una escultura de un dios sin dimensiones. Pero, en la ciudad del alma, se esculpió al Hijo del Hombre porque Dios se transforma en agua, que se evapora y no se halla. Ver para creer. Pasión por Zamora, pasión por la muerte viva
Eugenio-Jesús de Ávila
























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