PASIÓN POR ZAMORA
Antonio Pedrero, el buen samaritano de la Resurrección
Antonio Pedrero, un artista tan grande al que Zamora se le quedo pequeña, huele a Semana Santa aunque lo veamos en estío. Ya de niño, como me ha contado muchas veces mi madre, fabricaba sus pasos de la Pasión, a los que colocaba florecillas, para crear procesiones por la Plaza Mayor, donde sus padres regentaban un bar histórico, La Golondrina. Por cierto, Antonio pintó, en ese espacio de recreo y riquísimas viandas, lo que yo he considerado Las Meninas zamoranas, un cuadro sublime que retrata toda una época de nuestra vida provinciana. Allí estaban todos, desde el divino Claudio Rodríguez, hasta el ciego y su lazarillo.
Su gusto exquisito también lo ha plasmado sobre algunas de nuestras principales cofradías. Pero lo que vengo a escribir aquí hoy, Domingo de Resurrección, me lo ha inspirado el otro Antonio, la persona que, en la mañana del día más importante del cristianismo, abre su mansión a los romeros de la cofradía que cierra la Pasión y busca la primavera en el campo para festejarla. Allí, en su hermoso patio, todos, sin distinción de sexos ni de patrimonio, reciben la bienvenida, con viandas y licores, de nuestro pintor y de su señora, una dama, Luisa. No andaría muy lejos Ana, que ha heredado de su padre sensibilidad e ingenio. Su padre pinta maravillas. Ella pinta las palabras.
Ahora, hacer un alto en el camino en la casa de Antonio y Luisa, como también ejerce esa misma generosidad Upe Prieto Aguirre, en la plaza de Santiago, con su orujo dulce y vicioso, forma ya parte de la cofradía de la Resurrección. No se entendería el Encuentro en la Plaza Mayor, la más fea de España, sin saludar al artista y su señora, restaurar el cuerpo y olvidarse del alma. Allí, todos los domingos de Resurrección, el genio zamorano, Pedrero, renueva el Evangelio, recreando la parábola del Buen Samaritano. Antonio da amor, como esa figura clave del Nuevo Testamento.
Estas son las pequeñas o grandes cosas de la Pasión de mi ciudad, escritas desde el cerebro de un ateo muy cristiano.
La cámara de mi amigo Pedro Ladoire supo captar la esencia de esa estampa evangélica zamorana.
Antonio Pedrero, un artista tan grande al que Zamora se le quedo pequeña, huele a Semana Santa aunque lo veamos en estío. Ya de niño, como me ha contado muchas veces mi madre, fabricaba sus pasos de la Pasión, a los que colocaba florecillas, para crear procesiones por la Plaza Mayor, donde sus padres regentaban un bar histórico, La Golondrina. Por cierto, Antonio pintó, en ese espacio de recreo y riquísimas viandas, lo que yo he considerado Las Meninas zamoranas, un cuadro sublime que retrata toda una época de nuestra vida provinciana. Allí estaban todos, desde el divino Claudio Rodríguez, hasta el ciego y su lazarillo.
Su gusto exquisito también lo ha plasmado sobre algunas de nuestras principales cofradías. Pero lo que vengo a escribir aquí hoy, Domingo de Resurrección, me lo ha inspirado el otro Antonio, la persona que, en la mañana del día más importante del cristianismo, abre su mansión a los romeros de la cofradía que cierra la Pasión y busca la primavera en el campo para festejarla. Allí, en su hermoso patio, todos, sin distinción de sexos ni de patrimonio, reciben la bienvenida, con viandas y licores, de nuestro pintor y de su señora, una dama, Luisa. No andaría muy lejos Ana, que ha heredado de su padre sensibilidad e ingenio. Su padre pinta maravillas. Ella pinta las palabras.
Ahora, hacer un alto en el camino en la casa de Antonio y Luisa, como también ejerce esa misma generosidad Upe Prieto Aguirre, en la plaza de Santiago, con su orujo dulce y vicioso, forma ya parte de la cofradía de la Resurrección. No se entendería el Encuentro en la Plaza Mayor, la más fea de España, sin saludar al artista y su señora, restaurar el cuerpo y olvidarse del alma. Allí, todos los domingos de Resurrección, el genio zamorano, Pedrero, renueva el Evangelio, recreando la parábola del Buen Samaritano. Antonio da amor, como esa figura clave del Nuevo Testamento.
Estas son las pequeñas o grandes cosas de la Pasión de mi ciudad, escritas desde el cerebro de un ateo muy cristiano.
La cámara de mi amigo Pedro Ladoire supo captar la esencia de esa estampa evangélica zamorana.


















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