Mª Soledad Martín Turiño
Jueves, 23 de Abril de 2020
ZAMORANA

Uno de tantos

[Img #38169]Cayó en la cuenta de su desdicha cuando perdió a su mujer. El suyo había sido un matrimonio de muchos años, tantos que ya no hacían falta las palabras, y poco a poco cada uno vivía encerrado en su mundo peculiarmente pactado aunque, eso sí, siempre juntos. Sus caracteres eran completamente dispares; a ella le gustaba salir, conocer gente, arreglarse, ir a la peluquería, con amigas, era extrovertida y animada y cualquier excusa era válida con tal de salir de la habitación. Él, sin embargo era un hombre retraído, callado, amante de la soledad, melancólico, feliz con su gaceta de cada mañana que solía acompañar de una taza de café y leía intermitentemente hasta caer la tarde. Le gustaban también los solitarios y siempre tenía sobre su mesa naipes diseminados con los que distraerse y matar las horas.

 

            Decidieron ir a vivir a una residencia de mayores, no porque estuvieran enfermos o fueran dependientes, sino en la creencia de que allí les atenderían bien, a la vez que ellos se despreocupaban de las obligadas tareas de atender una casa: compra, comidas, limpieza...etc. Los hijos al principio no estuvieron muy de acuerdo pero, en el fondo, los años pasaban, cada uno tenía su propia familia y sus correspndeintes trabajos y el hecho de que los padres estuvieran atendidos no dejaba de ser una tranquilidad para ellos, así que todos accedieron y una mañana de primavera entraron en una flamante residencia que prácticamente acababan de construir. Allí se les asignó un miniapartamento que los hijos completaron con televisión y un pequeño frigorífico para que estuvieran más cómodos e independientes todo el tiempo que quisieran; pese a que las actividades comunes: comidas, juegos, ejercicio... era obligatorio que las realizaran con los demás internos.

 

            Lo que ocurrió fue que la habitación la utilizó él casi todo el tiempo, puesto que solo salía para lo indispensable; sin embargo ella la usaba más esporádicamente porque si no estaba en el jardín con alguna otra amiga, se encontraba en la cafetería, en la sala de juegos o en el salón social, siempre acompañada por gente.

 

            Todo parecía ir bien, pero transcurrió el tiempo y a ella le detectaron un cáncer fulminante  que en poco tiempo la llevó a la tumba. Desde entonces la soledad de él se hizo más patente e inmensa en aquella habitación descarnadamente vacía, con una cama de más y un sillón desocupado que le recordaba la dolorosa ausencia de su esposa. Más que la soledad y la propia falta, empezó a sentir como su mundo poco a poco se iba desmoronando; él que no fue especialmente afectuoso nunca con nadie, ni siquiera con sus hijos, la echaba de menos ahora de una manera que le dejaba casi sin aliento; recordaba y revivía cada instante vivido a su lado como si con ello quisiera rendir tributo a tanto daño como le había causado su falta de atención y de demostraciones visibles con las que ella hubiera sido tan feliz.

 

            No conseguía acostumbrarse a pesar de que transcurrían los años en solitario. Bajaba únicamente a socializar lo imprescindible y a la hora de las comidas, pero en seguida se retiraba a su aposento con su solitario y su periódico como fieles amigos desde hacía años, los únicos que no le habían abandonado. Fueron en vano los intentos de los demás compañeros de residencia para que se uniese a ellos, ya fuera para jugar juntos a las cartas o para charlar un rato; y así, en su soledad buscada, se fue consumiendo día a día; languideció y se convirtió en un anciano casi de la noche a la mañana. Cuando se miraba al espejo apenas podía reconocerse, con esos ojos antaño abiertos y vivaces, y ahora hundidos y pequeños como dos estrellitas que se perdían bajo sus pobladas cejas. Al haber adelgazado, su rostro presentaba además unas profundas arrugas en las comisuras de los labios, la tez pálida, violáceas ojeras... en una palabra, no distinguía al viejo que tenía frente a sí.

 

            Empezó a sentir desinterés por los dos únicos placeres que le entretenían las horas vacías, dejó de leer y dejó de mirar sus cartas; pensaba que el destino se estaba cobrando las suyas y había ganado la partida; así que, poco a poco, se fue abandonando a su suerte con el único propósito de reunirse cuanto antes con su mujer en aquel otro mundo donde creía que estaba.

 

            Le encontraron a mediodía, justo cuando notaron su ausencia en la mesa. Subieron a buscarle a su habitación para que fuera a comer y le hallaron tendido en la cama con aspecto sereno, perfectamente arreglado, como si él mismo hubiera dispuesto ese escenario para su despedida. Tal vez ahora haya derrotado a la soledad.

           

 

 

Mª Soledad  Martín Turiño

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