Nunca se murió con tanta soledad

El sol, cuando se hace anciano, gusta pintar el lienzo del cielo mientras se despide del día, perseguido por la noche, dama seductora, que la ama hasta causarle la muerte. Solo nos queda la luna, semen del universo, y las estrellas, besos que titilan, como prueba de esos amores mortales. Eros y Tánatos, siempre fundidos.

Ahora, esta pandemia vírica ha divorciado a la muerte del amor. Nunca en España, ni en Zamora, se murió con tanta soledad, con tan estruendoso silencio,  sin un beso en la frente, en las manos; sin un funeral cristiano para los creyentes; sin abrazos de los amigos, sin nada. Estas muertes sin ninguna razón provocan lágrimas que se lloran hacia los adentros, llanto que quema el alma.

Y quedan más muertes y más entierros sin nadie, sin cura que acompañe  el cadáver hasta el cementerio, solo esperan sombras de cipreses y trinos de avecillas enamoradas; porque no hay vacuna, porque es una guerra contra un enemigo invisible, sin que el mariscal de campo conozca qué armas utilizar para aniquilar a ese genocida que derrotó al amor, que alentó a las parcas.

El sol, mientras se muere la gente, buscará en su paleta de arco iris los colores que pinten la vida sensibilidad, ternura y cariño. Solo el amor sobrevivirá. La belleza, como este ocaso en un paraje de nuestra provincia, siempre perdurará en el recuerdo.

Eugenio-Jesús de Ávila