CON LOS CINCO SENTIDOS
De la fugacidad de la vida
Hoy un amigo me ha dicho que le encantaría leer algo escrito por mí sobre un término que siempre nos ha fascinado realmente a ambos: la “impermanencia”. O en sus acepciones o sinónimos más utilizados, la transitoriedad o la fugacidad de la vida y de las cosas.
La “impermanencia” procede de la palabra japonesa “Muj?”. Es un término poco utilizado en castellano, pero de una raigambre de siglos en la cultura japonesa. Significa que todo cambia, las estaciones del año, el florecimiento de los almendros, el color de la hierba antes y después de la siembra o de la recolección; el amor, la pasión, la amistad, la salud.
Todo es de una brutal fugacidad, casi no hay nada permanente, quizá la muerte lo sea, pero ni siquiera la muerte es algo paralizante, tu estado cambia, la gente que te rodeaba cambia, las cosas que conocías no estarán ya en el mismo lugar, si es que acaso vuelves convertido en mariposa, en arena de la playa o del desierto, o en gato. La cultura japonesa, bien lo sabéis, es algo en lo que he intentado profundizar en alguna que otra ocasión, por querencia e interés familiar. Son tan diferentes a nosotros.
Ojalá sintiésemos esa adoración o cuasi devoción que profesan los niños a sus mayores, los hijos a los padres y a sus enseñanzas, porque les ayudarán por el resto de sus vidas. Ojalá tuviésemos ese alto sentido de la honorabilidad que tienen ellos, que han tenido siempre. Que les ha mantenido y les mantiene como potencia seria, digna de admiración. Aquí somos de una frivolidad que antes no se nos conocía, se nos está pegando la “cultura” americanizada. Porque los americanos (norteamericanos) no tienen una cultura ni un bagaje de siglos o milenios como la cultura europea o la oriental, no.
Y eso es algo que no tendrán jamás. No hay dinero que te compre unos ancestros y una sabiduría milenarias. No hay un “Muj?”. Curiosamente, no es una palabra que tenga un significado escrito, es algo más profundo, es un estado de las cosas. Los abuelos japoneses se lo cantaron a sus hijos y a sus nietos. Pasó de generación en generación, siglo tras siglo. Como en España las canciones de la cosecha que nos recitaban las bisabuelas. Hasta una tatarabuela llegué a conocer.
Eran otros tiempos. Si hay una cosa similar al “Muj?”, para el mundo occidental y lo que conocemos del oriental, debe de ser algo parecido al Nirvana budista. Al estado de gracia que se alcanza en un momento determinado, incluso en varios, en cientos, en miles; en el orgasmo femenino y masculino. Ahí nada cambia, el clímax dura segundos, puede que, con suerte, algo más de un minuto, pero es un tiempo en el que todo se para, nada se mueve, sólo se mece, con el ritmo y la cadencia de la permanencia de ese momento en nuestros cerebros y en cada gota de sudor que no sentimos caer en la sábana, porque no la sentimos caer, no cae ni se desliza, permanece como a cámara lenta.
Sólo sentimos la perdurabilidad del placer. Ahí no existe impermanencia. Al menos durante ese estado de gracia extracorpóreo. Por eso amar es tan profundo. Por eso existen los poetas, los aedos y los trovadores antiguos y modernos. Porque el amor, en un momento, aunque muera, estuvo tan vivo que ni él mismo se dio cuenta.
Nélida L. Del Estal Sastre.
Hoy un amigo me ha dicho que le encantaría leer algo escrito por mí sobre un término que siempre nos ha fascinado realmente a ambos: la “impermanencia”. O en sus acepciones o sinónimos más utilizados, la transitoriedad o la fugacidad de la vida y de las cosas.
La “impermanencia” procede de la palabra japonesa “Muj?”. Es un término poco utilizado en castellano, pero de una raigambre de siglos en la cultura japonesa. Significa que todo cambia, las estaciones del año, el florecimiento de los almendros, el color de la hierba antes y después de la siembra o de la recolección; el amor, la pasión, la amistad, la salud.
Todo es de una brutal fugacidad, casi no hay nada permanente, quizá la muerte lo sea, pero ni siquiera la muerte es algo paralizante, tu estado cambia, la gente que te rodeaba cambia, las cosas que conocías no estarán ya en el mismo lugar, si es que acaso vuelves convertido en mariposa, en arena de la playa o del desierto, o en gato. La cultura japonesa, bien lo sabéis, es algo en lo que he intentado profundizar en alguna que otra ocasión, por querencia e interés familiar. Son tan diferentes a nosotros.
Ojalá sintiésemos esa adoración o cuasi devoción que profesan los niños a sus mayores, los hijos a los padres y a sus enseñanzas, porque les ayudarán por el resto de sus vidas. Ojalá tuviésemos ese alto sentido de la honorabilidad que tienen ellos, que han tenido siempre. Que les ha mantenido y les mantiene como potencia seria, digna de admiración. Aquí somos de una frivolidad que antes no se nos conocía, se nos está pegando la “cultura” americanizada. Porque los americanos (norteamericanos) no tienen una cultura ni un bagaje de siglos o milenios como la cultura europea o la oriental, no.
Y eso es algo que no tendrán jamás. No hay dinero que te compre unos ancestros y una sabiduría milenarias. No hay un “Muj?”. Curiosamente, no es una palabra que tenga un significado escrito, es algo más profundo, es un estado de las cosas. Los abuelos japoneses se lo cantaron a sus hijos y a sus nietos. Pasó de generación en generación, siglo tras siglo. Como en España las canciones de la cosecha que nos recitaban las bisabuelas. Hasta una tatarabuela llegué a conocer.
Eran otros tiempos. Si hay una cosa similar al “Muj?”, para el mundo occidental y lo que conocemos del oriental, debe de ser algo parecido al Nirvana budista. Al estado de gracia que se alcanza en un momento determinado, incluso en varios, en cientos, en miles; en el orgasmo femenino y masculino. Ahí nada cambia, el clímax dura segundos, puede que, con suerte, algo más de un minuto, pero es un tiempo en el que todo se para, nada se mueve, sólo se mece, con el ritmo y la cadencia de la permanencia de ese momento en nuestros cerebros y en cada gota de sudor que no sentimos caer en la sábana, porque no la sentimos caer, no cae ni se desliza, permanece como a cámara lenta.
Sólo sentimos la perdurabilidad del placer. Ahí no existe impermanencia. Al menos durante ese estado de gracia extracorpóreo. Por eso amar es tan profundo. Por eso existen los poetas, los aedos y los trovadores antiguos y modernos. Porque el amor, en un momento, aunque muera, estuvo tan vivo que ni él mismo se dio cuenta.
Nélida L. Del Estal Sastre.
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