COSAS MÍAS
¡Que solos se quedan los muertos!

Más allá de los tremendos errores de este Gobierno, de su falta de transparencia, de su sectarismo, de sus mentiras, de su incapacidad para la gestión, he pensado hoy, un día más, en las familias y los amigos de las personas que hayan muerto durante este Estado de Alerta, durante este confinamiento de carácter totalitario.
Los muertos mueren sin un adiós, sin una caricia, sin un beso, sin una lágrima. Nadie los acompaña al cementerio. No hay abrazos, ternura, cariño. La persona que se muere, en todo caso, se despide por teléfono de sus dolientes, de su familia. Atroz. Así no se puede descansar en paz. Y los que nos quedamos en esta parte de la vida, jamás nos recuperaremos de esta mortal soledad. Podría entenderse que una persona que muriera por el coronavirus se vaya sola a la nada, por si algún familiar se contagiase. Pero me resulta incomprensible que aquel hombre o mujer que falleciese por un infarto, un cáncer, un derrame cerebral, un ictus, por poner cuatro maneras de dejar la vida, se muera como quiera este Gobierno, sin nadie, sin un tierno adiós, sin escuchar unas cuantas palabras de amor, sin memoria.
El poder nos ha ido vacunando para que asumamos nuestro papel de oveja dentro del rebaño del Estado. Cuando llegue la pandemia económica, iremos del redil al pesebre como buen ganado ovino. Mientras, como escribió Antonio Machado a la muerte de Francisco Giner de los Ríos, cierro este triste artículo con sus versos: “Vivid, la vida sigue, los muertos mueren y las sombras pasan; lleva quien deja y vive el que ha vivido. ¡Yunques, sonad; enmudeced, campanas!”.
En verdad, nunca como ahora adquirieron tanto protagonismo los versos de Bécquer, en su rima LXXIII: ¡Dios mío, que solos se quedan los muertos!
Eugenio-Jesús de Ávila
Más allá de los tremendos errores de este Gobierno, de su falta de transparencia, de su sectarismo, de sus mentiras, de su incapacidad para la gestión, he pensado hoy, un día más, en las familias y los amigos de las personas que hayan muerto durante este Estado de Alerta, durante este confinamiento de carácter totalitario.
Los muertos mueren sin un adiós, sin una caricia, sin un beso, sin una lágrima. Nadie los acompaña al cementerio. No hay abrazos, ternura, cariño. La persona que se muere, en todo caso, se despide por teléfono de sus dolientes, de su familia. Atroz. Así no se puede descansar en paz. Y los que nos quedamos en esta parte de la vida, jamás nos recuperaremos de esta mortal soledad. Podría entenderse que una persona que muriera por el coronavirus se vaya sola a la nada, por si algún familiar se contagiase. Pero me resulta incomprensible que aquel hombre o mujer que falleciese por un infarto, un cáncer, un derrame cerebral, un ictus, por poner cuatro maneras de dejar la vida, se muera como quiera este Gobierno, sin nadie, sin un tierno adiós, sin escuchar unas cuantas palabras de amor, sin memoria.
El poder nos ha ido vacunando para que asumamos nuestro papel de oveja dentro del rebaño del Estado. Cuando llegue la pandemia económica, iremos del redil al pesebre como buen ganado ovino. Mientras, como escribió Antonio Machado a la muerte de Francisco Giner de los Ríos, cierro este triste artículo con sus versos: “Vivid, la vida sigue, los muertos mueren y las sombras pasan; lleva quien deja y vive el que ha vivido. ¡Yunques, sonad; enmudeced, campanas!”.
En verdad, nunca como ahora adquirieron tanto protagonismo los versos de Bécquer, en su rima LXXIII: ¡Dios mío, que solos se quedan los muertos!
Eugenio-Jesús de Ávila
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