Miércoles, 24 de Septiembre de 2025

Mª Soledad Martín
Viernes, 22 de Mayo de 2020
ZAMORANA

Documental y realidad

[Img #39486]En este mundo tan inmenso que tenemos a nuestra disposición para goce y disfrute, siento que una vida resulta escasa para conocer otras civilizaciones, otros pueblos, otras gentes con formas de vida distintas que nos enseñarían mucho en el camino hacia nuestro propio conocimiento.

 

            Hace unos días visioné un documental sobre los modos de vida de la gente en diferentes continentes, en zonas desfavorecidas económicamente y en circunstancias muy precarias; en general se trataba de pueblos no tan remotos, a apenas unas horas de avión desde nuestros cómodos sillones, países y zonas de las que todos hemos oído hablar y, por tanto, sabemos que existen. He de reconocer que el reportaje me ancló al sillón y me hizo reflexionar, máxime en las circunstancias actuales que atravesamos, con una pandemia mortal que asola el mundo, pero con la certeza de que solo los países desarrollados, pese a haber cifras exorbitantes de contagios y muertes, y una posterior crisis económica cuyas consecuencias serán devastadoras, podrán salir adelante.

 

            Es muy diferente la forma de vivir y de morir en este mundo, una especie de lotería cruel que les toca a algunos condenándoles a subsistir cada día con esfuerzo y sin las mínimas condiciones de justicia a las que tendrían derecho, y esa diferencia entre vivir con las necesidades cubiertas o morir de hambre o enfermedades que para el mundo occidental pueden tratarse sin dificultad alguna, ahí -repito- todos tenemos una grave responsabilidad, sobre todo los gobiernos, los dirigentes del mundo que miran para otro lado como si solo existiera su pequeño gran universo acomodado.

 

            Enfocaban los rostros de los niños, y me admiraba su armonía con una vida muy básica, jugando sin nada a unos pasos de su choza o aldea, con cara de felicidad y unos ojos profundos llenos de ilusión que no tienen los niños del llamado primer mundo, y al constatar esa enorme diferencia, pienso que tenemos que replantearnos muchas cosas.

 

            Me recordaban también a los niños de la generación anterior, la de nuestros mayores, que aparecen en fotografías color sepia con caritas asustadas mirando sorprendidos, hechizados y un tanto temerosos a una cámara de la que no saben si saldrá algún genio malvado. Les contemplo y no son muy diferentes de los niños tribales que aparecen en televisión; ninguno espera demasiado de la vida, juegan entre sus calles polvorientas, caen al suelo y se hacen constantemente magulladuras que muestran orgullosos como si fueran heridas de guerra. Pasan el día en la calle y entretienen su tiempo como pueden, no tienen juguetes y se conforman con juegos simples: correr, saltar, una peonza o un tirachinas que se fabrican ellos mismos. Algunas niñas comparten una irreconocible muñeca de trapo entre todas, la pasan de mano en mano y reproducen los papeles que la época o las circunstancias asignaron a las mujeres como amas de su casa, madres de familia y trabajadoras del hogar.

 

            Me ha impactado también que en aquellos parajes la gente vive más en contacto con la naturaleza: se proveen de agua que les mantiene vivos por medio de pozos fabricados por la mano del hombre, o de los propios ríos; se alimentan pescando, cazando, de los animales domésticos o con el fruto de sus campos, y su entorno natural está protegido y sin contaminar. Cazan y pescan lo justo para subsistir, utilizan fertilizantes naturales que provienen de su propio ganado y respetan el entorno como propio sin adulterarlo porque es su fuente vital de abastecimiento. Una forma de vida básica y, al mismo tiempo sostenible, nada que ver con lo que hemos convertido a nuestra sociedad actual donde prima un excesivo consumismo, una falta absoluta de respeto por el entorno, hemos viciado el aire, contaminado los ríos, tenemos una ambición desmedida por conseguir logros materiales, pero también ausencia de valores, falta de una vida introspectiva, en la falsa creencia de   que las cosas materiales que se obtienen son aquellas que nos dan la felicidad, y sin embargo no se ven rostros felices en esta sociedad rica, bien vestida y bien alimentada.

 

            No he visto ilusión en los ojos de nuestros niños ni mayores, pertrechados con todo tipo de tecnologías: ordenador, televisión, tablets, móviles... y eso me lleva a reflexionar que nos hemos perdido en el camino, que hay que recobrar la senda cuanto antes y formar a los jóvenes en valores, respeto, espíritu de trabajo, obediencia, metas, firmes creencias... en una palabra, todo aquello que con el tiempo y una excesiva benevolencia hemos ido olvidando en la falsa idea de que ofreciendo a los hijos la vida regalada que no tuvieron sus padres, iban a ser más felices; sin embargo hemos creado una generación que goza de todos los caprichos y está desencantada porque no los han conseguido a base de esfuerzo y, por esa misma razón, no saben valorarlos. Es una juventud conectada pero que no se reúne para hablar; tienen miles de amigos virtuales pero ninguno que escuche sus problemas y les dé una palmada en la espalda en los momentos bajos; se esconden en las cómodas guaridas de sus habitaciones ignorando a la familia y se aturden con una música zumbona y elevada para evadirse de una realidad que les disgusta. Desprecian lo cercano, toda su obsesión es matar el ocio viajando cuanto más lejos mejor y, sin embargo, el recorrido del autoconocimiento ni lo han experimentado. 

 

            ¡Qué diferencia, en fin, con esos pueblos deprimidos, vulnerables, abandonados y económicamente débiles pero que han sabido aprender lecciones básicas y vitales que transmiten a quienes les contemplamos con cierta envidia desde un plasma a muchos kilómetros de distancia! 

Mª Soledad Martín Turiño

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