ZAMORANA
La hora del Ángelus
Hora del ángelus, doce en punto de la mañana, silencio absoluto únicamente roto por el compás del tic-tac del reloj de la plaza que sigue su curso sonando irremediablemente. Me pierdo bañada por la luz del sol que entra a raudales a través de la cristalera. La inspiración me ha abandonado y mi mente está vacía y, al mismo tiempo, bullendo con ideas a cuál más absurdas que me carcomen lentamente. Los miembros anquilosados impiden la movilidad, así que me encuentro asida a la silla, firmemente agarrada como si alguien quisiera robar este asiento que ahora constituye todo mi mundo.
Tal vez la serenidad sea una utopía, tal vez el amor sea un imposible; únicamente la soledad resulta más palpable e indiscutible. Realidad y rutina: dos polos unidos que confluyen insustituibles el uno con el otro. La rutina es un manto protector que abriga y ampara al mismo tiempo; guiarse a través de lo conocido resulta fácil y sencillo porque la maquinaria mental está entrenada y acata las ordenes oportunas de un cuerpo al que hace caminar en una u otra dirección sien ser apenas consciente de ello. La vida programada, sin sobresaltos, con el hábito y la inercia por compañeros resultan buenos camaradas de viaje. Sin embargo, en ocasiones mente y cuerpo se impacientan, quieren encontrar una actividad nueva para entretener las horas, una práctica contra la pasividad que permita utilizar las manos, ya sea contar, dibujar, escribir o cualquier acto en el que se impliquen cuerpo y psique; de este modo la impaciencia se calma mientras la creación va tomando forma. Decía Confucio que “la inconstancia y la impaciencia destruyen los más elevados propósitos “y, ciertamente, es así. Somos inconstantes y perezosos hasta para el amor que es –si se me permite- el sentimiento más sagrado que pueda existir; muchas veces nos rendimos sin luchar y se van perdiendo instantes perfectos, se oscurecen situaciones que podrían ser dichosas, o incluso se disipa el amor, del mismo modo que si se riega un jardín da unos frutos maravillosos siempre que esté nutrido tan solo con agua y una buena tierra como alimentos físicos y un poco de cariño que es el alimento emotivo para que germinen saludables y con vida; si no recibe cuidado alguno se amustian las hojas, se secan las flores y acaba resultando el penoso espectáculo de una maceta con la planta marchita.
Estos conceptos: rutina, serenidad, realidad, amor… nacen y mueren con nosotros pero cada persona los vive de manera diferente; están aquellos que gozan de una existencia sencilla, sin cuestionarse nada, con un punto de aborregamiento que les confiere un estado de perpetua calma, incluso hasta felicidad; aceptan la vida tal como viene, despotrican si están en desacuerdo con algo, pierden incluso la compostura, pero lo asumen con una capacidad de resignación inaceptable para otros; los que se cuestionan todo, que todo critican, evalúan, miden y reprochan en la medida en que disienten porque no se conforman con la vida tal como es y pretenden cambiarla. La solución está en poner en práctica la áurea mediocritas, o punto medio entre los extremos, ese equilibrio tan difícil de llevar a cabo y que solo se consigue con una buena dosis de conformidad antes y después de la crítica.
Acaban de dar las doce campanadas en el reloj del ayuntamiento; un agradable bullicio de gentes va y viene por la plaza, es una mañana apacible de primavera y las flores que jalonan la fuente han brotado en una disparidad de colores que alegran la vista. Allá al fondo, siguen sentados los tres viejos en el banco que ocupan todas las mañanas hasta la hora de comer, se juntan en una obligada cita pero apenas hablan, solo observan a la gente que transita y, probablemente, en esa contemplación logren lo que tantos buscan desesperadamente y no hallan; creo que los tres viejos del banco allá al fondo de la plaza, ahora, pasada ya casi toda su vida, han conseguido, por fin, estar en paz.
M ª Soledad Martín Turiño
Hora del ángelus, doce en punto de la mañana, silencio absoluto únicamente roto por el compás del tic-tac del reloj de la plaza que sigue su curso sonando irremediablemente. Me pierdo bañada por la luz del sol que entra a raudales a través de la cristalera. La inspiración me ha abandonado y mi mente está vacía y, al mismo tiempo, bullendo con ideas a cuál más absurdas que me carcomen lentamente. Los miembros anquilosados impiden la movilidad, así que me encuentro asida a la silla, firmemente agarrada como si alguien quisiera robar este asiento que ahora constituye todo mi mundo.
Tal vez la serenidad sea una utopía, tal vez el amor sea un imposible; únicamente la soledad resulta más palpable e indiscutible. Realidad y rutina: dos polos unidos que confluyen insustituibles el uno con el otro. La rutina es un manto protector que abriga y ampara al mismo tiempo; guiarse a través de lo conocido resulta fácil y sencillo porque la maquinaria mental está entrenada y acata las ordenes oportunas de un cuerpo al que hace caminar en una u otra dirección sien ser apenas consciente de ello. La vida programada, sin sobresaltos, con el hábito y la inercia por compañeros resultan buenos camaradas de viaje. Sin embargo, en ocasiones mente y cuerpo se impacientan, quieren encontrar una actividad nueva para entretener las horas, una práctica contra la pasividad que permita utilizar las manos, ya sea contar, dibujar, escribir o cualquier acto en el que se impliquen cuerpo y psique; de este modo la impaciencia se calma mientras la creación va tomando forma. Decía Confucio que “la inconstancia y la impaciencia destruyen los más elevados propósitos “y, ciertamente, es así. Somos inconstantes y perezosos hasta para el amor que es –si se me permite- el sentimiento más sagrado que pueda existir; muchas veces nos rendimos sin luchar y se van perdiendo instantes perfectos, se oscurecen situaciones que podrían ser dichosas, o incluso se disipa el amor, del mismo modo que si se riega un jardín da unos frutos maravillosos siempre que esté nutrido tan solo con agua y una buena tierra como alimentos físicos y un poco de cariño que es el alimento emotivo para que germinen saludables y con vida; si no recibe cuidado alguno se amustian las hojas, se secan las flores y acaba resultando el penoso espectáculo de una maceta con la planta marchita.
Estos conceptos: rutina, serenidad, realidad, amor… nacen y mueren con nosotros pero cada persona los vive de manera diferente; están aquellos que gozan de una existencia sencilla, sin cuestionarse nada, con un punto de aborregamiento que les confiere un estado de perpetua calma, incluso hasta felicidad; aceptan la vida tal como viene, despotrican si están en desacuerdo con algo, pierden incluso la compostura, pero lo asumen con una capacidad de resignación inaceptable para otros; los que se cuestionan todo, que todo critican, evalúan, miden y reprochan en la medida en que disienten porque no se conforman con la vida tal como es y pretenden cambiarla. La solución está en poner en práctica la áurea mediocritas, o punto medio entre los extremos, ese equilibrio tan difícil de llevar a cabo y que solo se consigue con una buena dosis de conformidad antes y después de la crítica.
Acaban de dar las doce campanadas en el reloj del ayuntamiento; un agradable bullicio de gentes va y viene por la plaza, es una mañana apacible de primavera y las flores que jalonan la fuente han brotado en una disparidad de colores que alegran la vista. Allá al fondo, siguen sentados los tres viejos en el banco que ocupan todas las mañanas hasta la hora de comer, se juntan en una obligada cita pero apenas hablan, solo observan a la gente que transita y, probablemente, en esa contemplación logren lo que tantos buscan desesperadamente y no hallan; creo que los tres viejos del banco allá al fondo de la plaza, ahora, pasada ya casi toda su vida, han conseguido, por fin, estar en paz.
M ª Soledad Martín Turiño
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