OBITUARIO
Miguel Beato: se murió el arcángel de los mostradores
Se murió como vivió, sin aspavientos, sin estridencias, sin decirlo. Se llamó Miguel Beato, también lo conocimos como Miguel “Coruja”, el mejor dependiente de textil que despachó en nuestra ciudad. Su corazón le dio guerra desde que fue casi un niño. Cuando se jubiló, lo derrotó. El mismo día que dejó su cuerpo para quedarse en alma, también se nos fue otro ángel, Ana Cordero. Miguel fue nuestro arcángel.
Me enteré demasiado tarde de su muerte, cuando no había nada que hacer, pero sí mucho que decir. Y eso quiero evidenciar hoy, cuando el amigo de todos se ha convertido ya en polvo enamorado.
Formó parte de una generación muy especial y de una pandilla de jóvenes y “jóvenes”, que hubiera dicho una progre, que destacaban por su bondad. Manolo Vidal, Venancio, fallecido demasiado joven; Heliodoro Rodríguez, presidente de GAZA; Santiago Yáñez, Antonio Rafols, Enrique Oliveira, presidente de la Cámara de Comercio y, entre las damas, mi inolvidable Nines del Prado, hermana de mi carísimo Paco. Admirables por su saber estar, por su aristocracia en las formas y en los gestos, se convirtieron para nosotros, los que teníamos un lustro menos de edad y de vivencias, en ejemplos a imitar.
Miguel, desde muy joven, trabajó en el comercio textil de la ciudad del alma. Acabó su carrera profesional en Hernández, una firma centenaria, de la que yo fui un buen cliente. Recuerdo todavía su trato exquisito, cómo te mostraba el traje, el pantalón, el abrigo, la camisa, el cinturón. Te hacía creer que eras el más guapo, el más elegante, un Petronio contemporáneo. Además, durante la prueba, iniciábamos conversaciones sobre todo: la deriva de Zamora hacia la nada, de la política y de los politicastros, del futuro, de la jubilación, de los años que nos quedaban por vivir y de la juventud que nos robó el tiempo. Pasar por Hernández te inyectaba ganas de vivir.
Después, cuando cerró la tienda y alcanzó el júbilo, nos encontrábamos por las calles de esta ciudad, donde el Duero se ha convertido en el río Leteo, el del olvido heleno. Andaba despacio. Me contaba, en el trayecto hacia su casa, sus últimos arreglos en la chapa del cuerpo. Pero él siempre fue guapo. Y no presumió de nada. No se jactó de gustar a muchas chicas, ni de ser un don Juan. Jamás sacó pecho, porque guardaba la humildad en un pliegue del alma. No fue un corazón grande, porque esa víscera le hizo muchas putadas; fue, sí, un alma grande, un arcángel de los mostradores del sector textil de Zamora. Fue un honor conocerle y tratarle, y una pena no haberme podido despedir de él.
Seguro que, desde el sábado, prueba trajes a los espíritus libres del cielo, a los que viven en la memoria del tiempo.
Eugenio-Jesús de Ávila
Se murió como vivió, sin aspavientos, sin estridencias, sin decirlo. Se llamó Miguel Beato, también lo conocimos como Miguel “Coruja”, el mejor dependiente de textil que despachó en nuestra ciudad. Su corazón le dio guerra desde que fue casi un niño. Cuando se jubiló, lo derrotó. El mismo día que dejó su cuerpo para quedarse en alma, también se nos fue otro ángel, Ana Cordero. Miguel fue nuestro arcángel.
Me enteré demasiado tarde de su muerte, cuando no había nada que hacer, pero sí mucho que decir. Y eso quiero evidenciar hoy, cuando el amigo de todos se ha convertido ya en polvo enamorado.
Formó parte de una generación muy especial y de una pandilla de jóvenes y “jóvenes”, que hubiera dicho una progre, que destacaban por su bondad. Manolo Vidal, Venancio, fallecido demasiado joven; Heliodoro Rodríguez, presidente de GAZA; Santiago Yáñez, Antonio Rafols, Enrique Oliveira, presidente de la Cámara de Comercio y, entre las damas, mi inolvidable Nines del Prado, hermana de mi carísimo Paco. Admirables por su saber estar, por su aristocracia en las formas y en los gestos, se convirtieron para nosotros, los que teníamos un lustro menos de edad y de vivencias, en ejemplos a imitar.
Miguel, desde muy joven, trabajó en el comercio textil de la ciudad del alma. Acabó su carrera profesional en Hernández, una firma centenaria, de la que yo fui un buen cliente. Recuerdo todavía su trato exquisito, cómo te mostraba el traje, el pantalón, el abrigo, la camisa, el cinturón. Te hacía creer que eras el más guapo, el más elegante, un Petronio contemporáneo. Además, durante la prueba, iniciábamos conversaciones sobre todo: la deriva de Zamora hacia la nada, de la política y de los politicastros, del futuro, de la jubilación, de los años que nos quedaban por vivir y de la juventud que nos robó el tiempo. Pasar por Hernández te inyectaba ganas de vivir.
Después, cuando cerró la tienda y alcanzó el júbilo, nos encontrábamos por las calles de esta ciudad, donde el Duero se ha convertido en el río Leteo, el del olvido heleno. Andaba despacio. Me contaba, en el trayecto hacia su casa, sus últimos arreglos en la chapa del cuerpo. Pero él siempre fue guapo. Y no presumió de nada. No se jactó de gustar a muchas chicas, ni de ser un don Juan. Jamás sacó pecho, porque guardaba la humildad en un pliegue del alma. No fue un corazón grande, porque esa víscera le hizo muchas putadas; fue, sí, un alma grande, un arcángel de los mostradores del sector textil de Zamora. Fue un honor conocerle y tratarle, y una pena no haberme podido despedir de él.
Seguro que, desde el sábado, prueba trajes a los espíritus libres del cielo, a los que viven en la memoria del tiempo.
Eugenio-Jesús de Ávila




















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