IN MEMORIAM
Se murió mi vecino del tercero, José María Enríquez, bueno, educado, caballero...
Se me está muriendo mucha gente a la que quería en este maldito 2020. Hoy, mi vecino, José María Enríquez, excelente persona en vida. No hubo necesidad de que conociese la muerte para calificarlo como bueno.
Era yo todavía un niño cuando él y su esposa, Amparo Oterino, prima segunda de mi madre, porque mi bisabuela, María, y su abuelo, Joaquín, fueron hermanos, alquilaron a mi familia el tercer piso de la derecha de nuestra casa de siempre, la que mandó construir Eugenio Pichel, mi bisabuelo a Cañibano. Allá en 1939. Desde entonces este querido matrimonio y sus hijos, Paloma, Luis José y Amparo entraron con mi vida. Con la benjamina de la familia, mi prima, tengo una magnífica relación.
José María, Pepe, me vio crecer, pasar de niño a joven, después a adulto y a casi jubilado. Yo también lo vi a él vivir, trabajar, caminar kilómetros por Zamora, en recorridos en los que solíamos encontrarnos, pero apenas envejecer. Siempre me pareció joven. Su carácter jovial; su simpatía natural, su afabilidad, conformaban una personalidad extraordinaria. Hablábamos mucho en los últimos años. Casi siempre de política, de nuestra Zamora, que también le dolía; de fútbol y el club rojiblanco, al que era muy aficionado, a cuyos partidos solía bajar en compañía de Luis José.
Conocí a su madre, una dama, que vivió en su casa durante muchos años. También crecieron sus tres hijos, los niños del tercero, jóvenes ejemplares, adultos serios y educados. Toda la vida a través de una escalera, donde todos los días nos encontrábamos y nos saludábamos. Con Amparo, esposa de Pepe, también mantenía mis conversaciones. Ella, como le sucedió a mi madre, se ha muerto un poquito hoy. Su cuerpo sigue aquí, pero un trozo de su alma se fue con su marido a otra dimensión.
Hoy, también me enteré, otra vez en la escalera, de que las parcas habían venido a buscarle a primera hora de la mañana, al encontrarme con su hijo y esposa, de nuevo en la escalera, y preguntarle por la salud de su padre. Me quedé como atontado durante unos segundos. Sabía que estaba pachucho, pero jamás que la muerte se hubiera enamorado de su persona y Dios de su alma.
En unos años, tres personas, una tan especial como mi padre; Nicanor Cisneros Abril y José María Enríquez, vecinos de la que fuera en su día avenida de las Tres Cruces y ahora Víctor Gallego, número 6, se me han ido. Ya nada es igual en esta casa que imaginó mi bisabuelo Eugenio Pichel Sebastián.
Sé, por lo que me comentaron, que José María fue un magnífico profesional, un jefe excepcional y un compañero solidario y amigo. Nuestra Zamora se va quedando huérfana de sus mejores hijos, los que la construyeron con sus labores durante décadas. Ya no hay hombres tan honestos, honrados, ejemplares como mi vecino Pepe. La escalera de mi vida ses va quedando sin rellanos, sin escalones, sin palabras, sin nada.
Eugenio-Jesús de Ávila
Se me está muriendo mucha gente a la que quería en este maldito 2020. Hoy, mi vecino, José María Enríquez, excelente persona en vida. No hubo necesidad de que conociese la muerte para calificarlo como bueno.
Era yo todavía un niño cuando él y su esposa, Amparo Oterino, prima segunda de mi madre, porque mi bisabuela, María, y su abuelo, Joaquín, fueron hermanos, alquilaron a mi familia el tercer piso de la derecha de nuestra casa de siempre, la que mandó construir Eugenio Pichel, mi bisabuelo a Cañibano. Allá en 1939. Desde entonces este querido matrimonio y sus hijos, Paloma, Luis José y Amparo entraron con mi vida. Con la benjamina de la familia, mi prima, tengo una magnífica relación.
José María, Pepe, me vio crecer, pasar de niño a joven, después a adulto y a casi jubilado. Yo también lo vi a él vivir, trabajar, caminar kilómetros por Zamora, en recorridos en los que solíamos encontrarnos, pero apenas envejecer. Siempre me pareció joven. Su carácter jovial; su simpatía natural, su afabilidad, conformaban una personalidad extraordinaria. Hablábamos mucho en los últimos años. Casi siempre de política, de nuestra Zamora, que también le dolía; de fútbol y el club rojiblanco, al que era muy aficionado, a cuyos partidos solía bajar en compañía de Luis José.
Conocí a su madre, una dama, que vivió en su casa durante muchos años. También crecieron sus tres hijos, los niños del tercero, jóvenes ejemplares, adultos serios y educados. Toda la vida a través de una escalera, donde todos los días nos encontrábamos y nos saludábamos. Con Amparo, esposa de Pepe, también mantenía mis conversaciones. Ella, como le sucedió a mi madre, se ha muerto un poquito hoy. Su cuerpo sigue aquí, pero un trozo de su alma se fue con su marido a otra dimensión.
Hoy, también me enteré, otra vez en la escalera, de que las parcas habían venido a buscarle a primera hora de la mañana, al encontrarme con su hijo y esposa, de nuevo en la escalera, y preguntarle por la salud de su padre. Me quedé como atontado durante unos segundos. Sabía que estaba pachucho, pero jamás que la muerte se hubiera enamorado de su persona y Dios de su alma.
En unos años, tres personas, una tan especial como mi padre; Nicanor Cisneros Abril y José María Enríquez, vecinos de la que fuera en su día avenida de las Tres Cruces y ahora Víctor Gallego, número 6, se me han ido. Ya nada es igual en esta casa que imaginó mi bisabuelo Eugenio Pichel Sebastián.
Sé, por lo que me comentaron, que José María fue un magnífico profesional, un jefe excepcional y un compañero solidario y amigo. Nuestra Zamora se va quedando huérfana de sus mejores hijos, los que la construyeron con sus labores durante décadas. Ya no hay hombres tan honestos, honrados, ejemplares como mi vecino Pepe. La escalera de mi vida ses va quedando sin rellanos, sin escalones, sin palabras, sin nada.
Eugenio-Jesús de Ávila



















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