CON LOS CINCO SENTIDOS
Hay días, y días mejores
Hoy no es un día memorable, ni tan siquiera un día digno de ser recordado por mi cerebro ya cansado y aburrido. ¿Para qué? Me levanté con esfuerzo y una absoluta falta de ganas. Deposité mis pies en la alfombra al pie de la cama. Me miré al espejo que tengo frente al lecho, el de la cómoda. Me ví, me miré, me escruté. No aprecié gran cosa. De hecho, sin mis lentillas no veo una mierda. Es así de simple. A veces pienso que si fuera por la calle y por la senda de la vida sin mis lentillas, que todo lo ven, y no viera nada, vería más. Parece un sinsentido, lo sé, pero no lo es. En absoluto.
A veces, tendríamos la sana obligación de sentirnos y ser ciegos para no ver, para no sentir lo que sucede a nuestro alrededor. Pero eso es imposible. Lo podemos hacer en privado, sin que nadie se precie de ver nuestros defectos y nuestras fallas en el sistema corporal que nos sustenta.
Reconozco que, a veces, me he intentado poner en el lugar de una persona que no ve más que el negro más profundo. Cerrando los ojos e intentando reconocer los objetos que rodean mi morada. Eso no vale. Mi casa la conozco, casi al milímetro. Por tanto, mi experimento no tiene valor alguno, quizá sólo el moratón en la pierna derecha y una muñeca derecha abierta en canal por intentar emular y calcular distancias. Está claro que si me he herido es porque no calculé bien. Tendré que estar más ciega para saber con exactitud, experiencia y muchos golpes, lo que puede que me espere en unos años. Espero que en muchísimos…
Mi padre se quedó casi ciego a los 65 años. Poco después, murió, de ceguera para leer sus clásicos y sordera para escuchar cómo él mismo tocaba el piano de casa. Es tan triste que no voy a ahondar en el asunto. La depresión se lo engulló.
Reconozco que, a veces, experimento la sensación que tuvo. Cierro los ojos, me pongo tapones de caucho en los oídos. Entonces vago por mi casa. A oscuras en mi mente, en un silencio que sólo rompe el sonido de las olas del mar de mi infancia. Esas olas que parece que te llegan cuando te taponas lo oídos.
Es un sonido que te embriaga, porque parece que estuvieras en el mismo borde de una playa conocida. Pero no es así. Tu cerebro te engaña. El cerebro siempre nos engaña. Siempre. Cuando creemos que alguien nos quiere, lo creemos, porque, quizá, en la realidad de la vida, esa persona ni nos estime. A saber. Todo el mundo miente. Todo el mundo. Nadie dice lo que de verdad siente, y si lo dice, es en la más absoluta intimidad, con la persona que lo ha de saber. Nada más. Para el resto del mundo, todo será mentira, envidias, misterio, flaquezas, hormonas, infidelidades. ENVIDIA.
Hoy me topé, a oscuras, en silencio, con mi padre. Le dí un abrazo. Cuando abrí los ojos no había nadie. Nadie.
Nélida L. del Estal Sastre
Hoy no es un día memorable, ni tan siquiera un día digno de ser recordado por mi cerebro ya cansado y aburrido. ¿Para qué? Me levanté con esfuerzo y una absoluta falta de ganas. Deposité mis pies en la alfombra al pie de la cama. Me miré al espejo que tengo frente al lecho, el de la cómoda. Me ví, me miré, me escruté. No aprecié gran cosa. De hecho, sin mis lentillas no veo una mierda. Es así de simple. A veces pienso que si fuera por la calle y por la senda de la vida sin mis lentillas, que todo lo ven, y no viera nada, vería más. Parece un sinsentido, lo sé, pero no lo es. En absoluto.
A veces, tendríamos la sana obligación de sentirnos y ser ciegos para no ver, para no sentir lo que sucede a nuestro alrededor. Pero eso es imposible. Lo podemos hacer en privado, sin que nadie se precie de ver nuestros defectos y nuestras fallas en el sistema corporal que nos sustenta.
Reconozco que, a veces, me he intentado poner en el lugar de una persona que no ve más que el negro más profundo. Cerrando los ojos e intentando reconocer los objetos que rodean mi morada. Eso no vale. Mi casa la conozco, casi al milímetro. Por tanto, mi experimento no tiene valor alguno, quizá sólo el moratón en la pierna derecha y una muñeca derecha abierta en canal por intentar emular y calcular distancias. Está claro que si me he herido es porque no calculé bien. Tendré que estar más ciega para saber con exactitud, experiencia y muchos golpes, lo que puede que me espere en unos años. Espero que en muchísimos…
Mi padre se quedó casi ciego a los 65 años. Poco después, murió, de ceguera para leer sus clásicos y sordera para escuchar cómo él mismo tocaba el piano de casa. Es tan triste que no voy a ahondar en el asunto. La depresión se lo engulló.
Reconozco que, a veces, experimento la sensación que tuvo. Cierro los ojos, me pongo tapones de caucho en los oídos. Entonces vago por mi casa. A oscuras en mi mente, en un silencio que sólo rompe el sonido de las olas del mar de mi infancia. Esas olas que parece que te llegan cuando te taponas lo oídos.
Es un sonido que te embriaga, porque parece que estuvieras en el mismo borde de una playa conocida. Pero no es así. Tu cerebro te engaña. El cerebro siempre nos engaña. Siempre. Cuando creemos que alguien nos quiere, lo creemos, porque, quizá, en la realidad de la vida, esa persona ni nos estime. A saber. Todo el mundo miente. Todo el mundo. Nadie dice lo que de verdad siente, y si lo dice, es en la más absoluta intimidad, con la persona que lo ha de saber. Nada más. Para el resto del mundo, todo será mentira, envidias, misterio, flaquezas, hormonas, infidelidades. ENVIDIA.
Hoy me topé, a oscuras, en silencio, con mi padre. Le dí un abrazo. Cuando abrí los ojos no había nadie. Nadie.
Nélida L. del Estal Sastre


















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