ZAMORANA
Reflexiones estivales
A veces me agota esta rutina, esta sucesión ininterrumpida de días, semanas, meses, años en los que todo está escrito y nada parece sorprendernos. En ocasiones el automatismo del tiempo se quiebra por una rendija por la que va a escaparse el alma: un acontecimiento inesperado fractura el orden lógico de las horas y entonces nos damos cuenta de que la espada de Damocles pende constantemente sobre nuestras cabezas para indicarnos que, en cualquier instante y sin preaviso, caerá guillotinando nuestra vida. Puede ser la enfermedad, la pérdida de un ser querido, una pandemia que acude sin ser bienvenida y se instala entre nosotros para diezmarnos, la naturaleza desatada con furia sobre hombres y objetos…; estamos, en fin, a merced de cualquier contratiempo imprevisto y, pese a todo, vivimos en la inercia de que no nada malo va a ocurrir.
Cuando contemplo el transcurrir de los años en las personas mayores, esas que ya han vivido y solo mantienen una incontestable espera, me parece que son libres, que ya no tienen miedo porque poco puede sorprenderles, en franco contraste con el ansia de vida de las personas jóvenes que beben a sorbos la existencia y parecen inmunes a toda adversidad, y esa discordancia me sorprende y admira.
Leí hace tiempo una frase del filósofo Kierkegaard: “la vida no es un problema que tiene que ser resuelto, sino una realidad que debe ser experimentada”, y si eso es así, hemos de disfrutarla la cada día sacando de ella el mejor provecho, gozando de cada instante que no va a repetirse, extrayendo, como en el poema “Currículum” de Benedetti, esos básicos puntos cardinales: “usted nace, usted sufre, usted ama, usted aprende y luego usted muere”: así de sucinto, obvio e indiscutible. Lo que me refirma en la idea que siempre he sostenido de que la existencia es un círculo que, una vez cumplida su función, debe cerrarse para convertirse en una evanescente pompa de jabón.
Mª Soledad Martín Turiño
A veces me agota esta rutina, esta sucesión ininterrumpida de días, semanas, meses, años en los que todo está escrito y nada parece sorprendernos. En ocasiones el automatismo del tiempo se quiebra por una rendija por la que va a escaparse el alma: un acontecimiento inesperado fractura el orden lógico de las horas y entonces nos damos cuenta de que la espada de Damocles pende constantemente sobre nuestras cabezas para indicarnos que, en cualquier instante y sin preaviso, caerá guillotinando nuestra vida. Puede ser la enfermedad, la pérdida de un ser querido, una pandemia que acude sin ser bienvenida y se instala entre nosotros para diezmarnos, la naturaleza desatada con furia sobre hombres y objetos…; estamos, en fin, a merced de cualquier contratiempo imprevisto y, pese a todo, vivimos en la inercia de que no nada malo va a ocurrir.
Cuando contemplo el transcurrir de los años en las personas mayores, esas que ya han vivido y solo mantienen una incontestable espera, me parece que son libres, que ya no tienen miedo porque poco puede sorprenderles, en franco contraste con el ansia de vida de las personas jóvenes que beben a sorbos la existencia y parecen inmunes a toda adversidad, y esa discordancia me sorprende y admira.
Leí hace tiempo una frase del filósofo Kierkegaard: “la vida no es un problema que tiene que ser resuelto, sino una realidad que debe ser experimentada”, y si eso es así, hemos de disfrutarla la cada día sacando de ella el mejor provecho, gozando de cada instante que no va a repetirse, extrayendo, como en el poema “Currículum” de Benedetti, esos básicos puntos cardinales: “usted nace, usted sufre, usted ama, usted aprende y luego usted muere”: así de sucinto, obvio e indiscutible. Lo que me refirma en la idea que siempre he sostenido de que la existencia es un círculo que, una vez cumplida su función, debe cerrarse para convertirse en una evanescente pompa de jabón.
Mª Soledad Martín Turiño

















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