EL BECARIO TARDÍO
Encontrarse un teléfono móvil en la sopa
La chica -casi una niña- caminaba sola, abstraída con su teléfono móvil, manipulando sus teclas con una amplia sonrisa, cuando no leyendo, sin duda, alguna respuesta y después cambió el rumbo hacia un banco de madera que quedaba a su derecha. Sentada allí, siguió con su entretenimiento favorito al menos diez minutos, momento en el que llegó un chico, que se sentó a su lado y, tras darse el típico “piquito”, él sacó su aparato y comenzó a manipularlo, casi con tanta destreza como su contrincante y ahí pareció acabarse su relación entre ellos, como si cada uno estuviera solo en el banco y en el mundo. Me asomé varias veces a mi ventana y la escena no había cambiado. Reconozco que había comenzado a sentir pena cuando vi que intercambiaban unas palabras, se levantaban y se alejaban, para mi consuelo.
Aquello me recordó a mi último apaño, cuando le abría la puerta, observándola por el portero automático manejando su aparato con destreza. “Hola”, me decía a la par que me besaba y continuaba por el pasillo hasta la habitación con su adicción favorita en las manos. Dejaba, finalmente, el teléfono mientras se desnudaba, me decía cosas bonitas y guarradas -que en esas circunstancias viene a ser lo mismo- y, mientras nos empujábamos el uno contra el otro, bufando, oí varias veces el pitido de algún mensaje, igual que los seguía oyendo mientras ella se acicalaba y se recomponía en el cuarto de baño tras nuestro asalto. Como siempre me visitaba a la misma hora, a la misma hora repiqueteaba su teléfono, ahora en tono de llamada entrante:
-Hola, cariño -contestaba, poniendo voz melosa- ¿Dónde voy a estar? Dando mi paseo habitual. Luego intercambiaban unas cuantas palabras domésticas y cuando terminaban, nos despedíamos con lo que poéticamente se denomina palabras gastadas y ella ya estaba absorta en su móvil y de esa guisa abandonaba mi vida por unos días. Mientras recomponía la cama revuelta, me encontré con una prenda íntima que se le había olvidado. Miré el reloj y, como a esas horas ya tenía prohibida mi comunicación con ella para no levantar sospechas, las metí en un cajón.
Esteban Pedrosa
La chica -casi una niña- caminaba sola, abstraída con su teléfono móvil, manipulando sus teclas con una amplia sonrisa, cuando no leyendo, sin duda, alguna respuesta y después cambió el rumbo hacia un banco de madera que quedaba a su derecha. Sentada allí, siguió con su entretenimiento favorito al menos diez minutos, momento en el que llegó un chico, que se sentó a su lado y, tras darse el típico “piquito”, él sacó su aparato y comenzó a manipularlo, casi con tanta destreza como su contrincante y ahí pareció acabarse su relación entre ellos, como si cada uno estuviera solo en el banco y en el mundo. Me asomé varias veces a mi ventana y la escena no había cambiado. Reconozco que había comenzado a sentir pena cuando vi que intercambiaban unas palabras, se levantaban y se alejaban, para mi consuelo.
Aquello me recordó a mi último apaño, cuando le abría la puerta, observándola por el portero automático manejando su aparato con destreza. “Hola”, me decía a la par que me besaba y continuaba por el pasillo hasta la habitación con su adicción favorita en las manos. Dejaba, finalmente, el teléfono mientras se desnudaba, me decía cosas bonitas y guarradas -que en esas circunstancias viene a ser lo mismo- y, mientras nos empujábamos el uno contra el otro, bufando, oí varias veces el pitido de algún mensaje, igual que los seguía oyendo mientras ella se acicalaba y se recomponía en el cuarto de baño tras nuestro asalto. Como siempre me visitaba a la misma hora, a la misma hora repiqueteaba su teléfono, ahora en tono de llamada entrante:
-Hola, cariño -contestaba, poniendo voz melosa- ¿Dónde voy a estar? Dando mi paseo habitual. Luego intercambiaban unas cuantas palabras domésticas y cuando terminaban, nos despedíamos con lo que poéticamente se denomina palabras gastadas y ella ya estaba absorta en su móvil y de esa guisa abandonaba mi vida por unos días. Mientras recomponía la cama revuelta, me encontré con una prenda íntima que se le había olvidado. Miré el reloj y, como a esas horas ya tenía prohibida mi comunicación con ella para no levantar sospechas, las metí en un cajón.
Esteban Pedrosa




















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