ZAMORANA
Por qué nos marcó tanto aquella infancia
Tal vez sea a causa de pertenecer a un pueblo pequeño, con escasas fortalezas dignas de renombre, pero con hijos que tienen memoria, que recuerdan a sus ancestros: padres y abuelos que sellaron a fuego sus vidas con un ejemplo práctico y callado, gentes rotundas, recias, reservadas, que vivían o sobrevivían entre las llanuras de sus campos, sacando provecho de cuatro terrones secos que milagrosamente germinaban un pan blanco que se convertía en el mismísimo cuerpo de Cristo y, por eso en la elevación, cuando el sacerdote izaba la sagrada forma y el monaguillo hacía rugir su esquila, el silencio era atronador y el pueblo entero vivía con intensidad ese momento que todos comprendían con gesto emocionado.
Sin embargo, esos niños de rostros asustados, ropas raídas procedentes del hermano mayor, con cuellos vueltos para alargarles la vida, hombres de gruesas pellizas forradas y mujeres abrigadas con negros mantones y toquillas para combatir la crudeza de los inviernos, todos servían de ejemplo porque todos tenían una única máxima: trabajar y salir adelante en una España gris, triste, sometida, temerosa de Dios, silenciada por tabúes prescritos y quebrada por la reminiscencia de una guerra fratricida de la que aún se conservaban dolorosos recuerdos.
Esa España de pueblos y tierras de labranza fue mi cuna, el mundo de donde emergí y del que pude absorber una sabiduría que ellos ni siquiera creían poseer. Ahora, cuando repaso el documental de aquellos años pasados, tan diferentes a la sociedad actual que entre todos hemos construido, me puede la nostalgia y lamento lo mucho que se perdieron aquellas personas, muchas de ellas nunca salieron de sus pueblos ni por oportunidad ni por ganas porque aquel era su mundo y fuera del ámbito rural estaba lo ignoto, que temían precisamente por desconocido.
Les contemplo desde imágenes en sepia y todos están marcados por una indescifrable penuria; las mujeres van tomadas del brazo; los hombres hacen corro vestidos con los trajes de domingo y fumando; los niños trotan por la plaza, seguros, y en las fotografías de la escuela aparecen serios, circunspectos, contenidos y temerosos en un abigarrado grupo presidido por un hombre con gesto severo que es el maestro. Soy consciente de que más de un alumno aprendió a golpe de palmeta y muchos iban a la escuela con temor y sin remedio.
Esos muchachos que somos muchos adultos de ahora sentimos un orgullo especial por nuestros pueblos, por aquellas infancias plagadas de carencias que nunca notamos, y alabamos cada piedra de aquellos caminos reverenciando así los sueños que se fraguaron en la soledad de los campos o al abrigo de un café en compañía de otros que soñaban las mismas cuitas que ni siquiera se atrevían a expresar en voz alta.
Mª Soledad Martín Turiño
Tal vez sea a causa de pertenecer a un pueblo pequeño, con escasas fortalezas dignas de renombre, pero con hijos que tienen memoria, que recuerdan a sus ancestros: padres y abuelos que sellaron a fuego sus vidas con un ejemplo práctico y callado, gentes rotundas, recias, reservadas, que vivían o sobrevivían entre las llanuras de sus campos, sacando provecho de cuatro terrones secos que milagrosamente germinaban un pan blanco que se convertía en el mismísimo cuerpo de Cristo y, por eso en la elevación, cuando el sacerdote izaba la sagrada forma y el monaguillo hacía rugir su esquila, el silencio era atronador y el pueblo entero vivía con intensidad ese momento que todos comprendían con gesto emocionado.
Sin embargo, esos niños de rostros asustados, ropas raídas procedentes del hermano mayor, con cuellos vueltos para alargarles la vida, hombres de gruesas pellizas forradas y mujeres abrigadas con negros mantones y toquillas para combatir la crudeza de los inviernos, todos servían de ejemplo porque todos tenían una única máxima: trabajar y salir adelante en una España gris, triste, sometida, temerosa de Dios, silenciada por tabúes prescritos y quebrada por la reminiscencia de una guerra fratricida de la que aún se conservaban dolorosos recuerdos.
Esa España de pueblos y tierras de labranza fue mi cuna, el mundo de donde emergí y del que pude absorber una sabiduría que ellos ni siquiera creían poseer. Ahora, cuando repaso el documental de aquellos años pasados, tan diferentes a la sociedad actual que entre todos hemos construido, me puede la nostalgia y lamento lo mucho que se perdieron aquellas personas, muchas de ellas nunca salieron de sus pueblos ni por oportunidad ni por ganas porque aquel era su mundo y fuera del ámbito rural estaba lo ignoto, que temían precisamente por desconocido.
Les contemplo desde imágenes en sepia y todos están marcados por una indescifrable penuria; las mujeres van tomadas del brazo; los hombres hacen corro vestidos con los trajes de domingo y fumando; los niños trotan por la plaza, seguros, y en las fotografías de la escuela aparecen serios, circunspectos, contenidos y temerosos en un abigarrado grupo presidido por un hombre con gesto severo que es el maestro. Soy consciente de que más de un alumno aprendió a golpe de palmeta y muchos iban a la escuela con temor y sin remedio.
Esos muchachos que somos muchos adultos de ahora sentimos un orgullo especial por nuestros pueblos, por aquellas infancias plagadas de carencias que nunca notamos, y alabamos cada piedra de aquellos caminos reverenciando así los sueños que se fraguaron en la soledad de los campos o al abrigo de un café en compañía de otros que soñaban las mismas cuitas que ni siquiera se atrevían a expresar en voz alta.
Mª Soledad Martín Turiño






























Damaris Puñales Alpízar | Jueves, 08 de Octubre de 2020 a las 15:25:11 horas
Hola, María Soledad. Muchas gracias por tan sentido texto. De cuál documental estás hablando? Me encantaría verlo!! Saludos!!
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