Miércoles, 26 de Noviembre de 2025

Mª Soledad Martín Turiño
Jueves, 15 de Octubre de 2020
ZAMORANA

Los viejos y sus circunstancias

[Img #44815]Puede que un día cambien las circunstancias ¡quién sabe!, y ya no nos ocupemos de los mayores encerrados en su propia solitaria ancianidad, pero si eso ocurriera no será difícil recurrir a la memoria que guarda los viejos recuerdos donde ellos tuvieron un papel protagonista de nuestras vidas: nos nacieron, nos vieron crecer, escucharon las cuitas y los problemas que se presentaban intentando dar lo único que tenían a su alcance: un buen consejo. Sin embargo, a veces, eso no es suficiente y cuando vemos la estampa que deja la ancianidad: manos huesudas, carnes flácidas, rostros arrugados, temblores, pérdida de memoria o de consciencia, enfermedad… lo que son, en fin, los indeseados efectos de una vejez empeñada en ser cada vez más larga, nosotros, hijos y nietos de esa generación que se deslomó en el campo, en las industrias o en el sector servicios huyendo de su tierra para poder salir adelante, vemos únicamente alguien que ya no es productivo, que estorba, que se lamenta de sus males o que, reiteradamente, cuenta unas batallitas que nos aburren y hastían.

 

Muchos de estos ancianos han fallecido y forman parte de la vergonzosa e inexacta cifra oficial el Ministerio de Sanidad de treinta y tres mil, que no concuerda con los casi cincuenta mil que refleja el MOMO (Sistema de Monitorización de Mortalidad en España), uniendo varias fuentes: Ministerio de Justicia, Registro Civil, servicios funerarios etc.; y las cifras siguen aumentando sin remedio, pero esa es otra guerra.

 

Pienso en los que han fallecido a causa de la pandemia, lejos de su casa, en la solitaria habitación de una residencia, sin una mano amiga que sostuviera la suya, sin unos ojos que les mirasen con dulzura y el aliento de los suyos al lado de la cama, porque estaban confinados -palabra que, tal vez, ellos nunca entendieran- cuando la vejez debe ser compañía, abrigo de la familia, comprensión para los abuelos y no en lo que se han convertido muchos de ellos que se han visto obligados a abandonar su casa en el pueblo para ir a la de sus hijos y ayudar con los nietos, e incluso apoyar con su exigua pensión la economía familiar y poder salir adelante en este lamentable país en quiebra.

 

Parece que vivimos el mundo del revés; ellos nos dieron todo y ahora vuelven a darlo todo otra vez, sin condiciones. Los que tenemos la fortuna de tener aún a nuestros padres en este mundo, les debemos una dosis extra de cariño en memoria de aquellos que no pudieron disfrutarlo; pese a nuestro cansancio, a las obligaciones que nos devoran cada día, hemos de mostrar la mejor sonrisa cuando nos repiten por enésima vez la misma historia o cuando se entusiasman por algo que no entendemos: las obras que hacen al otro lado de la carretera, el comentario trivial que le hizo la cajera del supermercado y que resulta todo un tema de conversación, o lo mal que ha ido este año la cosecha de uvas en su pequeño huerto… todo lo que para nosotros puede resultar baladí e incluso insignificante es, para ellos, sustancial, porque su vida ya no enlaza de la misma forma con la realidad de las grandes cuestiones que es la nuestra.

 

No obstante, los ancianos son una fuente de riqueza inexplorada por muchos de nosotros; ellos pueden rehacer la historia si les escuchamos, si les pedimos que cuenten sus vivencias, lo que les hacía felices, los proyectos que forjaron, la vida que tuvieron, las relaciones que les apoyaban… He conseguido, mediante tardes intensas con mi padre de preguntas y respuestas, de dejarle soñar, de ver en sus ojos un brillo especial al evocar hechos pasados, rellenar lagunas que tenía de mi infancia, de la vida en el pueblo, de familia, de tradiciones… y me ha resultado todo un placer ir descubriendo a golpe de recuerdo esas vivencias que constituyen mi historia de la mano de mi padre; creo que es el mejor legado que nunca tendré.

 

Cada vez que escucho o veo historias en los informativos de la crueldad con que se trata a los viejos en algunas residencias, las carencias que tienen, las nulas visitas familiares, el aislamiento social que padecen todos ahora acrecentado por el virus, me rebelo y algo se me remueve por dentro porque soy consciente de que esta sociedad no es justa; ya que debido a la forma de vida actual hemos relegado a los mayores a centros donde les cuiden en lugar de hacerlo nosotros, como ocurría antes cuando los hijos atendían a sus padres y estos morían en sus casas rodeados por la familia, de modo natural.

 

No sé cuándo empezó este sistema y reconozco que resulta cómodo deshacerse de quien estorba, pero el día que recobremos la conciencia y el mundo ¡eso espero!  se rija por valores, por sentimientos y por el corazón en lugar de mirar por intereses espurios y pragmáticos, calmaremos la conciencia estableciendo un modo de vida en la que quepan todos: los jóvenes y los viejos, sanos y enfermos…. porque todos constituimos parte de este mundo que hemos contribuido a formar y todos llegaremos -si Dios no lo remedia- más pronto o más tarde a ese estado de ancianidad que debemos cuidar porque va a afectarnos de pleno.

 

Pienso en tantas personas mayores que simplemente dejan transcurrir los días hasta que llegue su momento final sin poder hacer nada por evitarlo o adelantarlo; personas que ya se han probado todo a sí mismas, que no tienen incentivo alguno en sus horas y se sientan a esperar que llegue el momento final, ese momento que se resiste y pasan día tras día haciendo las mismas rutinas básicas y absurdas que a nada conducen siendo, además, conscientes de que forman parte de la rueda en la que el ratón por mucho que se empeñe en girar, sin embargo no se mueve de su sitio.

 

Mª Soledad Martín Turiño

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