ZAMORANA
Un nombre, otra cifra
Llegas con gesto abatido y huraño, como si los cielos se hubieran puesto de acuerdo para contrariarte al mismo tiempo; tu cuerpo se encorva con un peso que no corresponde a tus años jóvenes, traes la mirada perdida y un mohín serio impropio de la alegría que siempre dimana de tus ojos… barrunto que algo grave te ocurre pero, no quiero agobiarte con preguntas y espero que tomes asiento para que abras el corazón y te desahogues a tu manera, a tu ritmo, sin premuras.
Descargas tu cuerpo como un pesado fardo para reposar en el sillón, bajas la mirada y, de pronto, un llanto incontenible surge sin proponértelo; estás inclinado hacia adelante, y tus manos tapan el rostro que destila un llanto que me parte el alma. Me acerco en silencio y acaricio tu espalda, junto a ti, sin palabras, aspirando tu dolor, imbuida de tu congoja hasta que el llanto da lugar a un fuerte suspiro con el que pones fin a las lágrimas. Solo entonces coges mi mano entre las tuyas, me miras a los ojos y me dices en apenas un susurro:
-“Se trata de Carlos, está en la UCI, en estado crítico. Creen que no saldrá”.
Mi impotencia es inexplicable, el dolor creciente se centra en mi estómago que siento como una piedra. No soy capaz de decir nada, apenas esbozo un repetido “¡Dios mío”!, incapaz de sosegar a mi hijo y hundida por mi propio dolor.
Carlos es más que un amigo del alma, forma parte de nuestra vida desde que iban al colegio; comía en casa, estudiaba en casa, salían juntos; crecieron juntos y compartieron infancia y adolescencia. Sus padres vivían en el barrio y eran unas buenas personas muy implicadas en la educación de su único hijo. Nosotros teníamos una relación de amistad con ellos, aunque no tan estrecha como los chicos.
Cuando fui capaz de hablar sin que me traicionara el sonido de mi voz y le pregunté a mi hijo por los detalles, solo me dijo tres palabras: suficientes.
“El maldito covid”
No hizo falta más, no había nada ni nadie a quien culpar para desahogar la pena, tampoco fueron necesarias preguntas ni comentarios; sencillamente en la ruleta rusa de esta enfermedad le había tocado a Carlos; a pesar de las precauciones, de seguir todas y cada uno de los consejos que daban las autoridades sanitarias, a pesar de todo, le había tocado a él y su situación era grave. Una cifra más que engrosaría la estadística de contagiados y, no mucho tiempo después, de muertos por esta cruel pandemia.
Mª Soledad Martín Turiño
Llegas con gesto abatido y huraño, como si los cielos se hubieran puesto de acuerdo para contrariarte al mismo tiempo; tu cuerpo se encorva con un peso que no corresponde a tus años jóvenes, traes la mirada perdida y un mohín serio impropio de la alegría que siempre dimana de tus ojos… barrunto que algo grave te ocurre pero, no quiero agobiarte con preguntas y espero que tomes asiento para que abras el corazón y te desahogues a tu manera, a tu ritmo, sin premuras.
Descargas tu cuerpo como un pesado fardo para reposar en el sillón, bajas la mirada y, de pronto, un llanto incontenible surge sin proponértelo; estás inclinado hacia adelante, y tus manos tapan el rostro que destila un llanto que me parte el alma. Me acerco en silencio y acaricio tu espalda, junto a ti, sin palabras, aspirando tu dolor, imbuida de tu congoja hasta que el llanto da lugar a un fuerte suspiro con el que pones fin a las lágrimas. Solo entonces coges mi mano entre las tuyas, me miras a los ojos y me dices en apenas un susurro:
-“Se trata de Carlos, está en la UCI, en estado crítico. Creen que no saldrá”.
Mi impotencia es inexplicable, el dolor creciente se centra en mi estómago que siento como una piedra. No soy capaz de decir nada, apenas esbozo un repetido “¡Dios mío”!, incapaz de sosegar a mi hijo y hundida por mi propio dolor.
Carlos es más que un amigo del alma, forma parte de nuestra vida desde que iban al colegio; comía en casa, estudiaba en casa, salían juntos; crecieron juntos y compartieron infancia y adolescencia. Sus padres vivían en el barrio y eran unas buenas personas muy implicadas en la educación de su único hijo. Nosotros teníamos una relación de amistad con ellos, aunque no tan estrecha como los chicos.
Cuando fui capaz de hablar sin que me traicionara el sonido de mi voz y le pregunté a mi hijo por los detalles, solo me dijo tres palabras: suficientes.
“El maldito covid”
No hizo falta más, no había nada ni nadie a quien culpar para desahogar la pena, tampoco fueron necesarias preguntas ni comentarios; sencillamente en la ruleta rusa de esta enfermedad le había tocado a Carlos; a pesar de las precauciones, de seguir todas y cada uno de los consejos que daban las autoridades sanitarias, a pesar de todo, le había tocado a él y su situación era grave. Una cifra más que engrosaría la estadística de contagiados y, no mucho tiempo después, de muertos por esta cruel pandemia.
Mª Soledad Martín Turiño


















Normas de participación
Esta es la opinión de los lectores, no la de este medio.
Nos reservamos el derecho a eliminar los comentarios inapropiados.
La participación implica que ha leído y acepta las Normas de Participación y Política de Privacidad
Normas de Participación
Política de privacidad
Por seguridad guardamos tu IP
216.73.216.122