CON LOS CINCO SENTIDOS
El amor en los tiempos que vivimos
Era inevitable. El olor de las almendras amargas le recordaba el destino de los amores contrariados», como decía Gabriel García Márquez en su inconmensurable “El amor en los tiempos del cólera”, recordando la génesis del amor entre sus progenitores. Mezcló realidad, al entrevistar a sus padres por separado, y fantasía, al adornar la historia real con otra inventada por su cerebro privilegiado.
¿Quién tuviera el enorme honor de haberlo conocido? ¿Quién de haber hablado con él? ¿Quién de vivir, al menos un ápice, dentro de su mundo y entre sus neuronas? A veces pienso de día y sueño de noche que el amor se ha de resentir de manera absoluta en los tiempos que corren, que nada volverá a ser lo mismo en los lechos, ni con las parejas, ni con los amantes, ni entre cuatro paredes ni en plena calle. En ninguna parte.
Esta enfermedad impostada (por creada ex profeso. O no…) y mortal del demonio cambiará nuestras costumbres en el amor, nuestras querencias y abrazos, nuestros besos húmedos y secos, nuestro trasunto por la sangre que es la vida del corazón palpitante. ¿Me esperarás hasta que acabe esta locura? ¿Serás capaz de soportar la sequía de mi perfume en tu planeta particular hasta que aparezca de nuevo ante tu rostro y tu pituitaria sepa que me acerco y que estoy viva? Sigo aquí, aunque no me veas. Es difícil amar en un mundo tan hermético, tan cerrado de puertas para adentro de tu propio domicilio.
Con las paredes acercándose peligrosamente las unas a las otras hasta hacer de tu refugio una cárcel sin barrotes, una jaula de cristal desde la que observas pero no hueles, desde la que miras, pero no puedes ni se te permite tocar por ley, bajo multa y apercibimiento, bajo la vergüenza ante los vecinos que no comprenden que has de sentir y tocar, que has de vivir, aunque sea por unos instantes, el peligro que supone tocar la piel del ser amado fuera de los confines de tu encierro particular y asfixiante.
Quién fuera paloma o avecilla para acercarme a tu balcón y posarme en el alféizar. Quedarme muy quieta para ser acariciada levemente y retomar el vuelo hasta el día siguiente. Quién fuera paloma o avecilla para deleitar mis sentidos con tus ojos, con tu nariz y tu boca, asentarme en tu pecho y sentir la cadencia de tus latidos, uno tras otro, porque laten por mí. Para salir volando desde tu ventana y planear por encima de las cabezas de los pocos mortales que hoy pueblan las calles de mi triste y desolada ciudad. Quién fuera tú para dejar de ser yo.
Nélida L. del Estal Sastre
Era inevitable. El olor de las almendras amargas le recordaba el destino de los amores contrariados», como decía Gabriel García Márquez en su inconmensurable “El amor en los tiempos del cólera”, recordando la génesis del amor entre sus progenitores. Mezcló realidad, al entrevistar a sus padres por separado, y fantasía, al adornar la historia real con otra inventada por su cerebro privilegiado.
¿Quién tuviera el enorme honor de haberlo conocido? ¿Quién de haber hablado con él? ¿Quién de vivir, al menos un ápice, dentro de su mundo y entre sus neuronas? A veces pienso de día y sueño de noche que el amor se ha de resentir de manera absoluta en los tiempos que corren, que nada volverá a ser lo mismo en los lechos, ni con las parejas, ni con los amantes, ni entre cuatro paredes ni en plena calle. En ninguna parte.
Esta enfermedad impostada (por creada ex profeso. O no…) y mortal del demonio cambiará nuestras costumbres en el amor, nuestras querencias y abrazos, nuestros besos húmedos y secos, nuestro trasunto por la sangre que es la vida del corazón palpitante. ¿Me esperarás hasta que acabe esta locura? ¿Serás capaz de soportar la sequía de mi perfume en tu planeta particular hasta que aparezca de nuevo ante tu rostro y tu pituitaria sepa que me acerco y que estoy viva? Sigo aquí, aunque no me veas. Es difícil amar en un mundo tan hermético, tan cerrado de puertas para adentro de tu propio domicilio.
Con las paredes acercándose peligrosamente las unas a las otras hasta hacer de tu refugio una cárcel sin barrotes, una jaula de cristal desde la que observas pero no hueles, desde la que miras, pero no puedes ni se te permite tocar por ley, bajo multa y apercibimiento, bajo la vergüenza ante los vecinos que no comprenden que has de sentir y tocar, que has de vivir, aunque sea por unos instantes, el peligro que supone tocar la piel del ser amado fuera de los confines de tu encierro particular y asfixiante.
Quién fuera paloma o avecilla para acercarme a tu balcón y posarme en el alféizar. Quedarme muy quieta para ser acariciada levemente y retomar el vuelo hasta el día siguiente. Quién fuera paloma o avecilla para deleitar mis sentidos con tus ojos, con tu nariz y tu boca, asentarme en tu pecho y sentir la cadencia de tus latidos, uno tras otro, porque laten por mí. Para salir volando desde tu ventana y planear por encima de las cabezas de los pocos mortales que hoy pueblan las calles de mi triste y desolada ciudad. Quién fuera tú para dejar de ser yo.
Nélida L. del Estal Sastre



















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