Damaris Puñales-Alpízar
Martes, 01 de Diciembre de 2020
DESDE USA

Cuba: la esperanza amortajada

[Img #46471]El jueves 26 hubo represión: la policía entró a la sede del Movimiento San Isidro, en La Habana, y desalojó a los jóvenes que estaban en huelga de hambre exigiendo no solo la liberación de Denis Solís, quien, como hemos comentado antes, fue condenado a ocho meses de prisión por desacato a la autoridad, sino también la posibilidad de disentir, de hacer arte sin censura, y de construir una nueva realidad. ¿La justificación? Un joven, Carlos Manuel Álvarez, director del periódico online El estornudo, había entrado desde los Estados Unidos, y se había sumado a la huelga de hambre. Se los llevaron a todos, so pretexto de que Carlos Manuel había violado las regulaciones sanitarias al entrar y dar una dirección falsa, y haber expuesto a más personas a un posible contagio por el coronavirus.

El viernes 27, muchos de los huelguistas estaban de regreso en sus casas, vigilados por la policía o por la seguridad del estado. Muchas voces se alzaron criticando a Carlos Manuel y a cómo su actuación le había dado la justificación al gobierno para intervenir y romper la huelga, sin tener que ceder y sin que ninguno de los manifestantes llegara al extremo de perder la vida. Yo había sabido, desde el principio tal vez y con esa certeza de lo que uno siempre sabe, aunque no tenga una clara conciencia de ello, que ni el gobierno iba a ceder ni los huelguistas a morir.

Pero ese mismo día, primero decenas, luego cientos de personas comenzaron a congregarse frente al Ministerio de Cultura. Para la madrugada, se calcula que se habían reunido unas 300 personas a la entrada del Ministerio. Y tuve entonces la sensación de que éramos testigos de la Historia mientras esta ocurría frente a nuestros ojos; la sensación de que estábamos al borde de un cambio importante, definitorio, en Cuba.

Solo en tres ocasiones anteriores he tenido esa sensación de estar tocando la historia con las manos, de ver cómo cambia la dirección del mundo, de mi mundo: la primera de la que tengo conciencia fue el Maleconazo: cuando el 5 de agosto de 1994, cientos de cubanos salieron a las calles a protestar contra el gobierno en la primera manifestación pública, masiva, en contra de Fidel Castro desde el inicio de la revolución de 1959. La segunda: cuando apenas ocho días después, otros cientos de cubanos se lanzaban al mar, en cualquier artefacto que flotara, por muy endeble que fuera, para abandonar Cuba atravesando el estrecho de la Florida.

El gobierno cubano había anunciado que relajaba el control de las fronteras para que el que quisiera irse, lo hiciera. Hasta ese minuto, intentar huir de Cuba era un delito tipificado y sancionado en el Código Penal. Se estima que unos 35 mil cubanos se fueron de la isla entre el 13 de agosto y el 10 de septiembre de 1994. Las tensiones y la crisis provocada por el fin del campo socialista habían empujado a muchos a intentar escapar, y el 13 de julio de ese año, el gobierno cubano hundió un remolcador en el que un grupo de personas pretendía irse del país. Unas 39, incluidos niños, mujeres y personas de la tercera edad, murieron debido a los chorros de agua lanzados por las patrullas fronterizas contra del remolcador.

La tercera vez que tuve esa misma sensación de estar dentro de la Historia fue cuando se restablecieron las relaciones diplomáticas entre Cuba y Estados Unidos, luego de estar rotas por más de cinco décadas. El discurso de Barack Obama hablando de reconciliación fue lo más emotivo y esperanzador que había oído con relación al diferendo cubano-estadounidense.

Pero las tres veces todo se disolvió sin que grandes transformaciones ocurrieran: el gobierno siguió aferrado a un discurso y a unas políticas que no han traído más que separaciones de familias, escasez de todo tipo y una población que, en su mayoría, lo único que anhela es abandonar el país. El miedo, y la desconfianza en cualquier posible mejoría forman parte de una subjetividad social que, tal vez, no nos tocará ver cambiar.

Ahora, por cuarta vez, volvíamos a presenciar algo insólito, que podría traer un cambio necesario, tardío si se quiere, pero bienvenido siempre, a los cubanos: por primera vez un grupo de personas, sobre todo jóvenes, le plantaba cara al gobierno para exigir su derecho a opinar. Más allá de la diversidad ideológica y de todo tipo de posturas de las cientos de personas que se reunieron frente al Ministerio de Cultura, el denominador común de la noche fue el reconocimiento a la urgente necesidad de una transformación en el rumbo del país.

Treinta de los manifestantes entraron, a nombre de todos los allí reunidos, a dialogar con el viceministro de Cultura -entre tanta noticia no es claro porqué el ministro no acudió en persona-. Hubo, al parecer, un acuerdo entre las partes. Lo principal habría sido la aceptación, por parte del gobierno, de dialogar con aquellos que expresaban su descontento. Y por primera vez, de las cuatro ocasiones que he mencionado, me emocioné con la posibilidad real de que algo pasara. Confié en que algo era posible, pese a todo.

Pero mi esperanza, que tiene las patas cortas en todo lo referente a Cuba y a la posibilidad de un país más inclusivo, más justo, sufrió un golpe duro, como cuando a uno le llega un pelotazo en medio del pecho y se queda sin aire: al día siguiente el gobierno montó una campaña de desprestigio en contra de los manifestantes. Y el propio presidente de Cuba, Miguel Díaz-Canel, hablaba en público de una guerra en contra de los enemigos del país, y hablaba de un show mediático al referirse a la congregación frente al Ministerio de Cultura. El domingo 29 se convocaba a un mitin “espontáneo” en un parque de La Habana para expresar el respaldo a la revolución y el repudio a los manifestantes.

Y yo, que había estado con la emoción a flor de piel por la posibilidad de un futuro diferente, más tolerante, más libre, recogí una vez más los ripios de mi esperanza y los guardé de nuevo en una cajita en el fondo de una gaveta a esperar por la próxima vez en que la Historia se despliegue ante nosotros y volvamos a creer en la viabilidad de un cambio.

Damaris Puñales-Alpízar

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