HABLEMOS
Una cura de realismo
Carlos Dominguez
Grandes crisis e ideología.
En los comienzos de este siglo XXI, según la vanguardia oficial del progresismo militante anuncio del paraíso a disfrutar por la humanidad entera, resulta difícil extraer alguna lección, al hilo siquiera del consabido refrán sobre el mal venido y el bien por venir, que en este caso sería demasiado amargo. Aun así, la tragedia de dimensiones milenaristas, si no bíblicas, que padece hoy en lo humano y lo económico un Occidente contra las cuerdas en su modo de vida y en su entraña más esencial, ofrece cierta enseñanza, a aprovechar o no, volviendo de nuevo al refranero y a aquello del vicio de tropezar no una, sino infinitas veces en la misma piedra.
El drama vivido a causa de la actual pestilencia, una más de las muchas venidas y por venir sin promesa de bien ni bonanza alguna, pone de manifiesto la futilidad, el profundo sinsentido de experimentos e ingenierías sociales que, de la mano de cualquier grupúsculo de iluminados, parecen anticipar la arcadia rousseauniana de la igualdad, la prosperidad, la seguridad y la felicidad en forma de justicia social. Las ideologías en apariencia blandas que campan a sus anchas en nuestro mundo como vástagos de un único y mismo tronco podrido, marxismo instrumentado políticamente para causas varias, se quedan en muy poco, por no decir en nada salvo lo que tienen de burda propaganda, cuando se viene encima un cataclismo de la magnitud del actual.
Los numerosos decálogos de baratillo, que han hecho fortuna entre la opinión pública de sociedades muelles y acomodaticias, no pasan de quimeras ante la dramática realidad de una muerte masiva, de un padecimiento y pobreza colosales. Ha pasado y nuevamente pasará, pues contra las promesas bienpensantes de las utopías socializadoras y colectivistas nuestra realidad es la que es, virus incluidos, y a ella habremos de estar en todo momento y lugar. Lo cual es de agradecer al menos como cura, viniendo a poner las cosas en su sitio.
Las grandes crisis que azotan a nuestra especie de tiempo en tiempo nos revelan siempre lo fundamental, guste o no a día de hoy a los falsos profetas de la ultramodernidad. Y lo decisivo frente a lo social, lo público, lo colectivo como imposición gregaria de la masa bajo forma de un pensamiento legitimado por los habituales criterios de corrección política, será siempre el individuo, la persona cual principio y valor irrenunciable. En cuanto a realidad aquí y ahora, esto significa familia, paz, propiedad, trabajo y vida digna. Nítido como el agua clara, nunca poso o légamo del progresismo con sus variopintas charcas ideológicas, asociadas al tan cacareado y, al presente, según parece ilusorio Bienestar.
En los comienzos de este siglo XXI, según la vanguardia oficial del progresismo militante anuncio del paraíso a disfrutar por la humanidad entera, resulta difícil extraer alguna lección, al hilo siquiera del consabido refrán sobre el mal venido y el bien por venir, que en este caso sería demasiado amargo. Aun así, la tragedia de dimensiones milenaristas, si no bíblicas, que padece hoy en lo humano y lo económico un Occidente contra las cuerdas en su modo de vida y en su entraña más esencial, ofrece cierta enseñanza, a aprovechar o no, volviendo de nuevo al refranero y a aquello del vicio de tropezar no una, sino infinitas veces en la misma piedra.
El drama vivido a causa de la actual pestilencia, una más de las muchas venidas y por venir sin promesa de bien ni bonanza alguna, pone de manifiesto la futilidad, el profundo sinsentido de experimentos e ingenierías sociales que, de la mano de cualquier grupúsculo de iluminados, parecen anticipar la arcadia rousseauniana de la igualdad, la prosperidad, la seguridad y la felicidad en forma de justicia social. Las ideologías en apariencia blandas que campan a sus anchas en nuestro mundo como vástagos de un único y mismo tronco podrido, marxismo instrumentado políticamente para causas varias, se quedan en muy poco, por no decir en nada salvo lo que tienen de burda propaganda, cuando se viene encima un cataclismo de la magnitud del actual.
Los numerosos decálogos de baratillo, que han hecho fortuna entre la opinión pública de sociedades muelles y acomodaticias, no pasan de quimeras ante la dramática realidad de una muerte masiva, de un padecimiento y pobreza colosales. Ha pasado y nuevamente pasará, pues contra las promesas bienpensantes de las utopías socializadoras y colectivistas nuestra realidad es la que es, virus incluidos, y a ella habremos de estar en todo momento y lugar. Lo cual es de agradecer al menos como cura, viniendo a poner las cosas en su sitio.
Las grandes crisis que azotan a nuestra especie de tiempo en tiempo nos revelan siempre lo fundamental, guste o no a día de hoy a los falsos profetas de la ultramodernidad. Y lo decisivo frente a lo social, lo público, lo colectivo como imposición gregaria de la masa bajo forma de un pensamiento legitimado por los habituales criterios de corrección política, será siempre el individuo, la persona cual principio y valor irrenunciable. En cuanto a realidad aquí y ahora, esto significa familia, paz, propiedad, trabajo y vida digna. Nítido como el agua clara, nunca poso o légamo del progresismo con sus variopintas charcas ideológicas, asociadas al tan cacareado y, al presente, según parece ilusorio Bienestar.



















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