NOCTURNOS
Una reflexión erótica personal
Era yo unos diez o quince años más joven, cuando una mujer, preciosa, quizá una de las caras más bonitas que he visto, de cerca, en mi vida, una Monica Bellucci menos exuberante, para explicarme mejor, me comentó, con una sorpresa pintada de una cierta pena, que no se explicaba cómo yo, un hombre tan especial, educado, culto, atractivo, serio, me había enamorado de ella, una mujer simple, más bien sosa, aunque admitiera que la dulzura y la hermosura anidaban en su rostro. Recuerdo que sonreí para después acercarme a su faz y besarla en sus labios.
Entonces yo era tan libre como lo soy ahora. Un hombre libérrimo, abierto al amor, cerrado a la tontería, al vacile erótico, a la estupidez sexual. Aquella mujer tenía un novio muy formal, que, según propia confesión, carecía de atractivo físico; por cierto, aún mantiene esa relación, que debía tener algo importante, para seducir a una dama tan hermosa. No viven juntos. Prefieren tener cada cual su propio hábitat. La convivencia arruina, dicen, me lo puedo creer. Cualquier pasión, incluso la de Romeo y Julieta, se diluye cuando los amantes duermen y roncan en el mismo lecho, se duchan en el mismo baño, se aburren viendo el idéntico programa de televisión, comparten enfermedad y tos, viandas y tedio.
No he vuelto a saber de aquella mujer. Prefirió a su novio que a mí. Me amaba, pero me temía. La amaba, pero me rendí. Pudo haber sido el amor de mi vida. Se quedó reducido su recuerdo a ucronía erótica.
Ahora, cuando la vejez llama a la puerta de mi vida, reflexiono sobre mis amores y amoríos. Me pregunto, verbigracia, por qué he dado miedo a mujeres inteligentes y hermosas. No soy el lobo de Caperucita Roja, tampoco de la Azul, si la hubiese en los bosques del erotismo. Si amo a una mujer, me olvido de mí. No sé amar a medias. No fui nunca una fumarola de volcán. Soy Vesubio. No dejo ni una gota de lava en mi alma cuando una fémina me enamora y se enamora. Me agoto. Me vacío. No soy. Estoy entre los pliegues de mi amante. No me quiero ir. ¿Causo pánico por querer amar sin frenos, por morir en cada beso, por perderme en cada cópula, por colgarme de las barbas de Dios cuando alcanzo el Nirvana? No entiendo el amor vulgar. No me explico cómo se puede querer porque toca, acariciar sin gracia, besar como se muerde un trozo de pan, convertir el amor en un acto mediocre, jamás en una obra de arte.
Amo como escribo. Y escribo como te amaría, a ti, que me inspiraste tantas palabras, glóbulos rojos de mi alma, tinta con la que transformo los sentimientos en verbos.
Eugenio-Jesús de Ávila
Era yo unos diez o quince años más joven, cuando una mujer, preciosa, quizá una de las caras más bonitas que he visto, de cerca, en mi vida, una Monica Bellucci menos exuberante, para explicarme mejor, me comentó, con una sorpresa pintada de una cierta pena, que no se explicaba cómo yo, un hombre tan especial, educado, culto, atractivo, serio, me había enamorado de ella, una mujer simple, más bien sosa, aunque admitiera que la dulzura y la hermosura anidaban en su rostro. Recuerdo que sonreí para después acercarme a su faz y besarla en sus labios.
Entonces yo era tan libre como lo soy ahora. Un hombre libérrimo, abierto al amor, cerrado a la tontería, al vacile erótico, a la estupidez sexual. Aquella mujer tenía un novio muy formal, que, según propia confesión, carecía de atractivo físico; por cierto, aún mantiene esa relación, que debía tener algo importante, para seducir a una dama tan hermosa. No viven juntos. Prefieren tener cada cual su propio hábitat. La convivencia arruina, dicen, me lo puedo creer. Cualquier pasión, incluso la de Romeo y Julieta, se diluye cuando los amantes duermen y roncan en el mismo lecho, se duchan en el mismo baño, se aburren viendo el idéntico programa de televisión, comparten enfermedad y tos, viandas y tedio.
No he vuelto a saber de aquella mujer. Prefirió a su novio que a mí. Me amaba, pero me temía. La amaba, pero me rendí. Pudo haber sido el amor de mi vida. Se quedó reducido su recuerdo a ucronía erótica.
Ahora, cuando la vejez llama a la puerta de mi vida, reflexiono sobre mis amores y amoríos. Me pregunto, verbigracia, por qué he dado miedo a mujeres inteligentes y hermosas. No soy el lobo de Caperucita Roja, tampoco de la Azul, si la hubiese en los bosques del erotismo. Si amo a una mujer, me olvido de mí. No sé amar a medias. No fui nunca una fumarola de volcán. Soy Vesubio. No dejo ni una gota de lava en mi alma cuando una fémina me enamora y se enamora. Me agoto. Me vacío. No soy. Estoy entre los pliegues de mi amante. No me quiero ir. ¿Causo pánico por querer amar sin frenos, por morir en cada beso, por perderme en cada cópula, por colgarme de las barbas de Dios cuando alcanzo el Nirvana? No entiendo el amor vulgar. No me explico cómo se puede querer porque toca, acariciar sin gracia, besar como se muerde un trozo de pan, convertir el amor en un acto mediocre, jamás en una obra de arte.
Amo como escribo. Y escribo como te amaría, a ti, que me inspiraste tantas palabras, glóbulos rojos de mi alma, tinta con la que transformo los sentimientos en verbos.
Eugenio-Jesús de Ávila

















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