EL BECARIO TARDIO
Desde párvulos
Esteban Pedrosa
Se habían conocido cuando la escuela, cuando aún pensaban que los niños venían en el pico de una cigüeña por encargo y juntos aprendieron los números y las letras, a jugar con unos y otras para hacer frases y cuadrar cifras, complementándose.
-Dos más dos son cuatro -le enseñó ella, poniendo cada uno dos caramelos y juntándolos antes de comérselos.
-“Besar” se escribe con “b” -le decía él, a la par que se “ruvorizaba” con “v”, cuando aún no se había estudiado todas las leyes gramaticales. Como les vieron desde tan chicos caminar uno al lado del otro, pensaron que eran hermanos, hasta que dejaron juntos de saltar sobre los charcos para buscar la intimidad de unos abrazos que siempre fueron castos y, sin tregua para medirlos, subieron de tono.
-Lo nuestro viene de párvulos -contaban, para resumir y ensalzar su historia.
Con el tiempo, ella tuvo tres hijos, después de encargárselos a la cigüeña, en el ardor de otros brazos y besos distintos, besos con “b” y sin rubor, cuando ya sabía sumar millones para amasarlos y vigilaba a sus hijos con la ilusión de verlos saltar con alguien sobre los charcos y terminar por ella aquella historia inacabada.
Supo que era imposible. Por eso tuvo la idea de un cuarto hijo, quien nació con un ruvor eterno y jamás aprendió que dos más eran cuatro.
-Los tres venís de la Facultad de Ciencias -les contaba a los tres mayores como un anecdotario.
El pequeño, no. El pequeño venía de párvulos y esperaría a que dejara de creer en la cigüeña para contárselo.
Se habían conocido cuando la escuela, cuando aún pensaban que los niños venían en el pico de una cigüeña por encargo y juntos aprendieron los números y las letras, a jugar con unos y otras para hacer frases y cuadrar cifras, complementándose.
-Dos más dos son cuatro -le enseñó ella, poniendo cada uno dos caramelos y juntándolos antes de comérselos.
-“Besar” se escribe con “b” -le decía él, a la par que se “ruvorizaba” con “v”, cuando aún no se había estudiado todas las leyes gramaticales. Como les vieron desde tan chicos caminar uno al lado del otro, pensaron que eran hermanos, hasta que dejaron juntos de saltar sobre los charcos para buscar la intimidad de unos abrazos que siempre fueron castos y, sin tregua para medirlos, subieron de tono.
-Lo nuestro viene de párvulos -contaban, para resumir y ensalzar su historia.
Con el tiempo, ella tuvo tres hijos, después de encargárselos a la cigüeña, en el ardor de otros brazos y besos distintos, besos con “b” y sin rubor, cuando ya sabía sumar millones para amasarlos y vigilaba a sus hijos con la ilusión de verlos saltar con alguien sobre los charcos y terminar por ella aquella historia inacabada.
Supo que era imposible. Por eso tuvo la idea de un cuarto hijo, quien nació con un ruvor eterno y jamás aprendió que dos más eran cuatro.
-Los tres venís de la Facultad de Ciencias -les contaba a los tres mayores como un anecdotario.
El pequeño, no. El pequeño venía de párvulos y esperaría a que dejara de creer en la cigüeña para contárselo.






























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