NOCTURNOS
Dos clases de mujer
Hay mujeres, como ella, que te obligan a tomar una decisión drástica: amarla u olvidarla. La mujer que quiero, llamémosla hoy, cuando la madrugada acecha, Isabel, impacta, deslumbra, conmociona cuando la descubres, cuando asumes que existe una dama tan hermosa, perfecta físicamente; elegancia de pasarela, sensual en cada una de las curvas de su vertiginoso cuerpo.
El destino me llevo hasta ella. De cerca, todavía impresiona más. Y, cuando la primera palabra abandona la humedad de su boca, acariciando sus labios, crees haber escuchado el preludio de una sinfonía. El tono de su voz seduce hasta tal punto a tus tímpanos que no interrumpes su hablar. Dejas que fluyan sus verbos, que encadene oraciones sin rechistar. Y, aunque no te importe el asunto que incorpore al discurso, permaneces, absorto, en silencio, escuchándola. No soy yo cuando se halla cerca de mí. Me atonto. No sé qué decirle, qué responderle, que inventarme. Me produce tal placer el tono de su voz que enmudezco. Le prohibiría guardar silencio.
Ella, como he escrito, forma parte de esas féminas con las que debes conjugar uno de estos dos verbos: olvidar o amar. Yo la quise amar. Ella, sin decírmelo, me lo prohibió. Ahora, intento sepultarla en la tierra del olvido, en el desván de la memoria, en un pasado que no pudo haber sido, que no quise que fuera, que no me atrapará entre los recuerdos.
Ella, Isabel, no fue. Lo niego. La soñé. Si hubiera sido, la habría amado. Esa clase de damas eligen siempre qué hombre está obligado a amarlas, a adorarlas, a vivir para ellas.
Eugenio-Jesús de Ávila
Hay mujeres, como ella, que te obligan a tomar una decisión drástica: amarla u olvidarla. La mujer que quiero, llamémosla hoy, cuando la madrugada acecha, Isabel, impacta, deslumbra, conmociona cuando la descubres, cuando asumes que existe una dama tan hermosa, perfecta físicamente; elegancia de pasarela, sensual en cada una de las curvas de su vertiginoso cuerpo.
El destino me llevo hasta ella. De cerca, todavía impresiona más. Y, cuando la primera palabra abandona la humedad de su boca, acariciando sus labios, crees haber escuchado el preludio de una sinfonía. El tono de su voz seduce hasta tal punto a tus tímpanos que no interrumpes su hablar. Dejas que fluyan sus verbos, que encadene oraciones sin rechistar. Y, aunque no te importe el asunto que incorpore al discurso, permaneces, absorto, en silencio, escuchándola. No soy yo cuando se halla cerca de mí. Me atonto. No sé qué decirle, qué responderle, que inventarme. Me produce tal placer el tono de su voz que enmudezco. Le prohibiría guardar silencio.
Ella, como he escrito, forma parte de esas féminas con las que debes conjugar uno de estos dos verbos: olvidar o amar. Yo la quise amar. Ella, sin decírmelo, me lo prohibió. Ahora, intento sepultarla en la tierra del olvido, en el desván de la memoria, en un pasado que no pudo haber sido, que no quise que fuera, que no me atrapará entre los recuerdos.
Ella, Isabel, no fue. Lo niego. La soñé. Si hubiera sido, la habría amado. Esa clase de damas eligen siempre qué hombre está obligado a amarlas, a adorarlas, a vivir para ellas.
Eugenio-Jesús de Ávila


















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