HABLEMOS
Falacias de la inmigración
Carlos Domínguez
Durante décadas hemos escuchado el mantra de expertos y demógrafos al servicio de la burocracia de turno, igual que adscritos con plaza y nómina a gabinetes ocupados de la llamada ordenación del territorio. Tales círculos airearon sin desmayo las supuestas bondades de una inmigración masiva, llamada a remediar los problemas de las sociedades europeas, incluida la española. Aumento de la natalidad, freno del envejecimiento y panacea de la despoblación, habrían sido las peregrinas excelencias de una política favorable a la llegada indiscriminada de inmigrantes, junto al supuesto enriquecimiento cultural desde la óptica de un buenismo ilusorio, arropado actualmente por los dogmas de la corrección política.
A la vuelta de dos generaciones, no hay el menor rastro de tales milagros. El envejecimiento de una población como la española crece imparable, mientras respecto a lo cultural tenemos sobrada constancia del prometido “enriquecimiento”, en forma de gravísimos problemas de seguridad y orden público, no menos que de integración en el plano socioeconómico o incluso religioso.
A primera vista, la ciudad y la provincia de Zamora han quedado al margen de semejantes cuestiones. Pero ocurre a la inversa. En primer lugar, el hecho confirma la crisis de núcleos y comarcas que no ofrecen la menor esperanza de futuro, circunstancia que impide la recepción significativa de inmigrantes por falta de estímulo. Y en segundo lugar, porque no hay duda del objetivo de la población foránea cuando se instala en nuestro país. Para ella no se trata de afincar en lugares o zonas rurales, donde, y tal es el caso del campo zamorano, pudiera ganarse holgadamente la vida, contribuyendo con sus familias al aumento de la población, al reequilibrio demográfico y al mantenimiento tanto de la economía como de los servicios públicos, así los educativos o sanitarios.
En realidad, la inmigración se dirige hacia áreas urbanas demográficamente saturadas, comportamiento que está lejos de responder a estrictas perspectivas laborales. Simplemente nace de la búsqueda bajo condiciones privilegiadas de los generosos dispendios de la Administración pública, en calidad de ayudas, subsidios y una protección social garantizada en pie de igualdad con la población española, que a lo largo de generaciones ha contribuido con su trabajo y a veces callado sufrimiento a sentar las bases de nuestro sistema sanitario y educativo. En tierras ingratas no menos que avaras, los zamoranos conocemos de sobra lo que supone progresar, sacando adelante una familia. Por eso, para nosotros la pregunta es: ¿contribuye hoy la inmigración a paliar el deterioro social y económico del medio rural?; asimismo, ¿han gestionado adecuadamente las burocracias sociales y fiscales la ordenación de nuestro territorio?
Durante décadas hemos escuchado el mantra de expertos y demógrafos al servicio de la burocracia de turno, igual que adscritos con plaza y nómina a gabinetes ocupados de la llamada ordenación del territorio. Tales círculos airearon sin desmayo las supuestas bondades de una inmigración masiva, llamada a remediar los problemas de las sociedades europeas, incluida la española. Aumento de la natalidad, freno del envejecimiento y panacea de la despoblación, habrían sido las peregrinas excelencias de una política favorable a la llegada indiscriminada de inmigrantes, junto al supuesto enriquecimiento cultural desde la óptica de un buenismo ilusorio, arropado actualmente por los dogmas de la corrección política.
A la vuelta de dos generaciones, no hay el menor rastro de tales milagros. El envejecimiento de una población como la española crece imparable, mientras respecto a lo cultural tenemos sobrada constancia del prometido “enriquecimiento”, en forma de gravísimos problemas de seguridad y orden público, no menos que de integración en el plano socioeconómico o incluso religioso.
A primera vista, la ciudad y la provincia de Zamora han quedado al margen de semejantes cuestiones. Pero ocurre a la inversa. En primer lugar, el hecho confirma la crisis de núcleos y comarcas que no ofrecen la menor esperanza de futuro, circunstancia que impide la recepción significativa de inmigrantes por falta de estímulo. Y en segundo lugar, porque no hay duda del objetivo de la población foránea cuando se instala en nuestro país. Para ella no se trata de afincar en lugares o zonas rurales, donde, y tal es el caso del campo zamorano, pudiera ganarse holgadamente la vida, contribuyendo con sus familias al aumento de la población, al reequilibrio demográfico y al mantenimiento tanto de la economía como de los servicios públicos, así los educativos o sanitarios.
En realidad, la inmigración se dirige hacia áreas urbanas demográficamente saturadas, comportamiento que está lejos de responder a estrictas perspectivas laborales. Simplemente nace de la búsqueda bajo condiciones privilegiadas de los generosos dispendios de la Administración pública, en calidad de ayudas, subsidios y una protección social garantizada en pie de igualdad con la población española, que a lo largo de generaciones ha contribuido con su trabajo y a veces callado sufrimiento a sentar las bases de nuestro sistema sanitario y educativo. En tierras ingratas no menos que avaras, los zamoranos conocemos de sobra lo que supone progresar, sacando adelante una familia. Por eso, para nosotros la pregunta es: ¿contribuye hoy la inmigración a paliar el deterioro social y económico del medio rural?; asimismo, ¿han gestionado adecuadamente las burocracias sociales y fiscales la ordenación de nuestro territorio?



















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