ZAMORANA
Lo rural y lo urbano
El sentimiento de perdurabilidad que se mantiene en los pueblos y ciudades pequeñas es lo que los hace únicos y diferentes de las urbes donde todo es efímero y cambiante. Otro síntoma de las grandes capitales es la impersonalidad, que tiene sus grandes ventajas por cuanto uno puede pasar desapercibido, ser un autómata más de los muchos que se cruzan por las calles y alcanzar casi la invisibilidad, por lo que se puede caminar con despreocupación porque es difícil que nadie se fije en los demás. Esa característica es impensable en los pueblos porque, debido a la escasez de habitantes, todos se ven casi a diario y si alguien falta se le echa de menos.
A propósito de esto, se dio la circunstancia en una ocasión de que el vecino de un pueblo pequeño, preocupado porque llevaba varios días sin ver la puerta de entrada abierta de otro y, tras llamar reiteradamente sin obtener respuesta alguna, echó abajo el portón trasero y consiguió entrar al interior de la casa donde lo encontró arrebujado en el escaño y tapado con varias mantas mientras se consumía en el hogar el humo de lo que habían sido los últimos rescoldos de un pequeño fuego. Aquel hombre salvó literalmente a su convecino porque llegó a tiempo de pedir ayuda e ingresarle en un hospital hasta que pudo regresar a su casa.
A veces me gustaría sentir ese cobijo tan difícil para los que vivimos en colmenas de edificios o, como escuché en cierta ocasión “en metros cúbicos de aire”, poblados por inquilinos que no conocemos. En ocasiones se coincide en el ascensor con alguno y nos comportamos como extraños, a menudo en silencio, con una sensación incómoda de compartir espacios comunes con perfectos desconocidos y, por supuesto, resulta impensable contar con ellos para una emergencia, felicitar las fiestas o simplemente pasar a saludarles para ver cómo están.
Luego está la mutabilidad de la urbe en relación con el inmovilismo rural; en la ciudad todo cambia con frecuencia: cierran unos comercios y abren otros nuevos, los escaparates se decoran de manera diferente cada cierto tiempo, la gente que vemos hoy es distinta a la de mañana, hay una infinidad de luces, tráfico y personas que van siempre con prisas, todo se acelera y nos envuelve en un ritmo vertiginoso… Sin embargo, en los pueblos las cosas no cambian, la gente es la misma y las novedades se celebran como una peculiaridad a la que están desacostumbrados. Por otra parte, la tranquilidad, la calma y el sosiego resultan llamativos respecto a la bulliciosa metrópoli, por ese motivo atraen cada vez con mayor frecuencia a los urbanitas deseosos de un poco de retiro que contribuya a bendecirles con una inusitada paz que se convierte en un curativo bálsamo al menos durante un tiempo antes de reincorporarse a la vorágine de la capital.
Mª Soledad Martín Turiño
El sentimiento de perdurabilidad que se mantiene en los pueblos y ciudades pequeñas es lo que los hace únicos y diferentes de las urbes donde todo es efímero y cambiante. Otro síntoma de las grandes capitales es la impersonalidad, que tiene sus grandes ventajas por cuanto uno puede pasar desapercibido, ser un autómata más de los muchos que se cruzan por las calles y alcanzar casi la invisibilidad, por lo que se puede caminar con despreocupación porque es difícil que nadie se fije en los demás. Esa característica es impensable en los pueblos porque, debido a la escasez de habitantes, todos se ven casi a diario y si alguien falta se le echa de menos.
A propósito de esto, se dio la circunstancia en una ocasión de que el vecino de un pueblo pequeño, preocupado porque llevaba varios días sin ver la puerta de entrada abierta de otro y, tras llamar reiteradamente sin obtener respuesta alguna, echó abajo el portón trasero y consiguió entrar al interior de la casa donde lo encontró arrebujado en el escaño y tapado con varias mantas mientras se consumía en el hogar el humo de lo que habían sido los últimos rescoldos de un pequeño fuego. Aquel hombre salvó literalmente a su convecino porque llegó a tiempo de pedir ayuda e ingresarle en un hospital hasta que pudo regresar a su casa.
A veces me gustaría sentir ese cobijo tan difícil para los que vivimos en colmenas de edificios o, como escuché en cierta ocasión “en metros cúbicos de aire”, poblados por inquilinos que no conocemos. En ocasiones se coincide en el ascensor con alguno y nos comportamos como extraños, a menudo en silencio, con una sensación incómoda de compartir espacios comunes con perfectos desconocidos y, por supuesto, resulta impensable contar con ellos para una emergencia, felicitar las fiestas o simplemente pasar a saludarles para ver cómo están.
Luego está la mutabilidad de la urbe en relación con el inmovilismo rural; en la ciudad todo cambia con frecuencia: cierran unos comercios y abren otros nuevos, los escaparates se decoran de manera diferente cada cierto tiempo, la gente que vemos hoy es distinta a la de mañana, hay una infinidad de luces, tráfico y personas que van siempre con prisas, todo se acelera y nos envuelve en un ritmo vertiginoso… Sin embargo, en los pueblos las cosas no cambian, la gente es la misma y las novedades se celebran como una peculiaridad a la que están desacostumbrados. Por otra parte, la tranquilidad, la calma y el sosiego resultan llamativos respecto a la bulliciosa metrópoli, por ese motivo atraen cada vez con mayor frecuencia a los urbanitas deseosos de un poco de retiro que contribuya a bendecirles con una inusitada paz que se convierte en un curativo bálsamo al menos durante un tiempo antes de reincorporarse a la vorágine de la capital.
Mª Soledad Martín Turiño




























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