PASIÓN POR ZAMORA
Zamora ya no huele ni sabe a nada
Menos de 170.000 personas, muchos ancianos y pocos jóvenes, habitan ya en esta provincia, condenada al desierto demográfico, merced a nuestros políticos, nuestros verdaderos enemigos
Cada año somos menos. Ni tan si quiera 170.000 personas habitamos en esta provincia, la del olvido, la que no existe, aunque piense; la que se evapora hasta creerse nube; la que hace memoria para recordar que fue. Llegará un momento en el que ya Zamora no será más que recuerdo. Quedarán su veintena de templos románicos, algunos palacios renacentistas, el río Duero, siempre que al gobierno correspondiente se encapriche y lo desvíe hacia Salamanca, y la niebla, que siempre da un toque misterioso allí donde descansa de su sueño de nube. Y, por supuesto, ancianos, materia prima para el negocio de las residencias, la última morada para la partida hacia la nada.
Sí, Zamora ya huele a nada...ni tan si quiera a sucio, a sudor seco de axila o sexo. No tiene ni mocos, porque no respira. Tampoco pañuelos si hubiera que sonarse la nariz. Si la pudiésemos masticar, nos daría un sabor a agua: incolora, inodora e insípida. Zamora es un chiste malo de esos que cuentan graciosos que son muy tediosos. Zamora es un cadáver que nadie quiere momificar.
Nuestros políticos, que no representan a nadie, salvo a unos cuantos crédulos, almas cándidas, ingenuos, viven como Dios, siempre que Dios existiese. Nuestros políticos, los que ocupan escaños en Congreso de los Diputados y Senado, cobran sueldos muy superiores a los que percibirían en sus respectivas profesiones. Mientras, aquí, en la bien cercada mentalmente, se cierren comercios, bares, cafeterías. Ni ellos ni el resto de políticos nacionales se han rebajado un euro el salario durante esta pandemia vírica y económica. En España todo quisque vive peor desde el 14 de marzo de 2020; es más, unas 80.000 personas, la mayor parte ancianos, ya no son, ni están, casi como Zamora. Solo estos personajes que se dedican a la res pública mantienen sus privilegios, nóminas y patrimonios.
A mí, como se sabe, me duele Zamora, tanto como a Unamuno le dolía España. A mí me encabrona pasear por nuestras calles principales, las arterias de la ciudad, porque solo percibo decadencia, desolación y declive. Los que aún permanecen en el frente comercial pagan y pagan impuestos, aunque hayan cerrado sus tiendas y bares. No hay negocio, pero sí impuestos. ¡Cómo se puede vivir así, como sonreír, como mantener la esperanza, con tanta miseria en derredor, con esta apatía antropológica que nos enreda el alma, que nos paraliza el cuerpo y nos hiela el alma!
Pero como somos tan pocos, acabarán con nosotros sin inmutarse. Nos lo van quitando todo, menos la muerte. Aquí se quedarán los que sientan cierto cansancio vital, esa tristeza que da la ignorancia, esperando a Godot, un personaje del absurdo, que nadie sabe quién es. En Zamora, nadie espera a nadie, porque nadie es ser alguien. En Zamora ya nos robaron las sonrisas y no nos quedan lágrimas que llorar. Ser optimista en nuestra ciudad y su provincia solo les estaría permitido a los inconscientes, a los malandrines y a unos cuantos políticos con plaza en Madrid.
Pasear por Zamora deprime, angustia y desquicia. Porque Zamora, si la pudiera definir el conde de Lautréamont, sería hermosa como el encuentro de un paraguas con una máquina de coser en una mesa de operaciones. Surrealismo. En esta ciudad también los relojes son blandos. A no tardar, Zamora no tendrá quién la escriba. Realismo mágico. Una negación poética de la realidad.
Eugenio-Jesús de Ávila
Cada año somos menos. Ni tan si quiera 170.000 personas habitamos en esta provincia, la del olvido, la que no existe, aunque piense; la que se evapora hasta creerse nube; la que hace memoria para recordar que fue. Llegará un momento en el que ya Zamora no será más que recuerdo. Quedarán su veintena de templos románicos, algunos palacios renacentistas, el río Duero, siempre que al gobierno correspondiente se encapriche y lo desvíe hacia Salamanca, y la niebla, que siempre da un toque misterioso allí donde descansa de su sueño de nube. Y, por supuesto, ancianos, materia prima para el negocio de las residencias, la última morada para la partida hacia la nada.
Sí, Zamora ya huele a nada...ni tan si quiera a sucio, a sudor seco de axila o sexo. No tiene ni mocos, porque no respira. Tampoco pañuelos si hubiera que sonarse la nariz. Si la pudiésemos masticar, nos daría un sabor a agua: incolora, inodora e insípida. Zamora es un chiste malo de esos que cuentan graciosos que son muy tediosos. Zamora es un cadáver que nadie quiere momificar.
Nuestros políticos, que no representan a nadie, salvo a unos cuantos crédulos, almas cándidas, ingenuos, viven como Dios, siempre que Dios existiese. Nuestros políticos, los que ocupan escaños en Congreso de los Diputados y Senado, cobran sueldos muy superiores a los que percibirían en sus respectivas profesiones. Mientras, aquí, en la bien cercada mentalmente, se cierren comercios, bares, cafeterías. Ni ellos ni el resto de políticos nacionales se han rebajado un euro el salario durante esta pandemia vírica y económica. En España todo quisque vive peor desde el 14 de marzo de 2020; es más, unas 80.000 personas, la mayor parte ancianos, ya no son, ni están, casi como Zamora. Solo estos personajes que se dedican a la res pública mantienen sus privilegios, nóminas y patrimonios.
A mí, como se sabe, me duele Zamora, tanto como a Unamuno le dolía España. A mí me encabrona pasear por nuestras calles principales, las arterias de la ciudad, porque solo percibo decadencia, desolación y declive. Los que aún permanecen en el frente comercial pagan y pagan impuestos, aunque hayan cerrado sus tiendas y bares. No hay negocio, pero sí impuestos. ¡Cómo se puede vivir así, como sonreír, como mantener la esperanza, con tanta miseria en derredor, con esta apatía antropológica que nos enreda el alma, que nos paraliza el cuerpo y nos hiela el alma!
Pero como somos tan pocos, acabarán con nosotros sin inmutarse. Nos lo van quitando todo, menos la muerte. Aquí se quedarán los que sientan cierto cansancio vital, esa tristeza que da la ignorancia, esperando a Godot, un personaje del absurdo, que nadie sabe quién es. En Zamora, nadie espera a nadie, porque nadie es ser alguien. En Zamora ya nos robaron las sonrisas y no nos quedan lágrimas que llorar. Ser optimista en nuestra ciudad y su provincia solo les estaría permitido a los inconscientes, a los malandrines y a unos cuantos políticos con plaza en Madrid.
Pasear por Zamora deprime, angustia y desquicia. Porque Zamora, si la pudiera definir el conde de Lautréamont, sería hermosa como el encuentro de un paraguas con una máquina de coser en una mesa de operaciones. Surrealismo. En esta ciudad también los relojes son blandos. A no tardar, Zamora no tendrá quién la escriba. Realismo mágico. Una negación poética de la realidad.
Eugenio-Jesús de Ávila


















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