EL BECARIO TARDÍO
Los extraños
Esteban Pedrosa
Llegaron a la casa recién adquirida, con la lógica lealtad que esperamos de todo aquello que compramos: que los pantalones sean fieles a nuestro cuerpo, igual que los colores de un vestido, la calidez de una bufanda…
Pero no tardaron en darse cuenta de que algo fallaba, que no estaban solos, que algo a alguien estaba con ellos, que los espiaba, que se había metido o se iba a meter en sus vidas sin su permiso y sin remisión. Al principio, no le dieron importancia. No le dio importancia él, que fue el primero en percibirlo. Cuando le llegó el turno a ella, obró de la misma manera, para que él no se preocupara. De esta forma, cada uno investigó a su manera y por su cuenta.
Uno de aquellos días, a ella, Clara, él la había nombrado Sandra, poco antes de acercarse tan solicito y cariñoso como siempre para besarla, sin que ella percibiera, en aquel beso, ni una pizca de deslealtad. “Con ochenta años, no creo que tenga una amante”, pensó.
A la mañana siguiente, ella lo despertó, más madrugadora siempre, para que él le abrochara la blusa: “esta artrosis me está haciendo cada día más inútil”. Poco después, cuando Roberto se despertó y se acercó a ella con el peine en la mano, ella lo cogió y lo peinó. “Ayer hiciste lo mismo, cariño. Te estás haciendo un vago”. Mientras tanto, la búsqueda continuaba. Había días que la presencia ajena a ellos no era tan palpable como en otros y se tranquilizaban. Otras veces, se sentían abrumados, asediados, incluso, por aquel intrusismo. Uno de aquellos días más tranquilos, ella se reconoció a sí misma que había engañado a Roberto poniéndole la disculpa de la artrosis para no poderse abrochar la blusa: simplemente, se le había olvidado la forma de hacerlo. Él reconoció que le había dado el peine a ella, porque no sabía su nombre ni para qué servía, igual que un día la llamó Sandra, porque se le había olvidado su nombre, que ahora recordaba con precisión…
Llegaron a la casa recién adquirida, con la lógica lealtad que esperamos de todo aquello que compramos: que los pantalones sean fieles a nuestro cuerpo, igual que los colores de un vestido, la calidez de una bufanda…
Pero no tardaron en darse cuenta de que algo fallaba, que no estaban solos, que algo a alguien estaba con ellos, que los espiaba, que se había metido o se iba a meter en sus vidas sin su permiso y sin remisión. Al principio, no le dieron importancia. No le dio importancia él, que fue el primero en percibirlo. Cuando le llegó el turno a ella, obró de la misma manera, para que él no se preocupara. De esta forma, cada uno investigó a su manera y por su cuenta.
Uno de aquellos días, a ella, Clara, él la había nombrado Sandra, poco antes de acercarse tan solicito y cariñoso como siempre para besarla, sin que ella percibiera, en aquel beso, ni una pizca de deslealtad. “Con ochenta años, no creo que tenga una amante”, pensó.
A la mañana siguiente, ella lo despertó, más madrugadora siempre, para que él le abrochara la blusa: “esta artrosis me está haciendo cada día más inútil”. Poco después, cuando Roberto se despertó y se acercó a ella con el peine en la mano, ella lo cogió y lo peinó. “Ayer hiciste lo mismo, cariño. Te estás haciendo un vago”. Mientras tanto, la búsqueda continuaba. Había días que la presencia ajena a ellos no era tan palpable como en otros y se tranquilizaban. Otras veces, se sentían abrumados, asediados, incluso, por aquel intrusismo. Uno de aquellos días más tranquilos, ella se reconoció a sí misma que había engañado a Roberto poniéndole la disculpa de la artrosis para no poderse abrochar la blusa: simplemente, se le había olvidado la forma de hacerlo. Él reconoció que le había dado el peine a ella, porque no sabía su nombre ni para qué servía, igual que un día la llamó Sandra, porque se le había olvidado su nombre, que ahora recordaba con precisión…






























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