HABLEMOS
Puertas al campo
Carlos Domínguez
Entre otras muchas cosas y no precisamente buenas, la actual plaga que padecemos, de modo especial Occidente a causa de un virus por el que nadie tiene valor de pedir cuentas o siquiera descuentos, ha revelado la mentalidad profundamente equivocada que se ha adueñado de nuestras sociedades.
Virus, microbios o bacilos, son naturaleza y vida animal, incluidos, es de suponer, en el amplio catálogo de especies a proteger en aras de una loada biodiversidad, ecología pastiche a lo Disney o cualquier otra majadería bien orquestada y mejor publicitada. También guste o no, la realidad de la especie humana sigue siendo la misma, pese a los avances tecnológicos que hacen nuestra existencia hasta cierto punto más llevadera. Las fuerzas de esa naturaleza, tan idolatrada hoy por una imbecilidad de dimensiones universales, están donde siempre estuvieron. Acechando con nuevos cambios climáticos, nuevos virus, nuevas mutaciones, nuevos desastres y calamidades, que lo son únicamente desde el criterio y punto de vista interesado de nuestra especie. Una más.
Pretender controlarlas, y con ellas sus devastadores efectos, viene a ser más o menos como querer poner puertas al campo. Respecto a la actual epidemia, se hablaba y habla de segunda, tercera, cuarta ola… Es inútil numerarlas, pues lo que tenemos encima no entiende de fases, estadios o recurrencias. El virus actuará hasta donde tenga que hacerlo de modo natural, siendo nuestra única defensa pasarlo todos de un modo u otro, bien por vía del contagio o de la vacunación, en realidad un contagio atenuado. O sea, inmunidad propiamente natural, tal como viene ocurriendo desde el comienzo de los tiempos.
El problema es que, dentro de las sociedades desarrolladas, y de alguna forma en la humanidad entera, se ha instalado una mentalidad rayana en la estupidez, por la cual unas masas idiotizadas imaginan que todo aquello publicitado como progreso, modernización, desarrollo, sostenibilidad y demás mantras para consumo mediático, garantiza por sí solo la salud, la felicidad, el bienestar de una vida muelle y placentera. Ni fue ni es ni será, pues tan idílica fabulación sólo ocurrió, y esto echando mano de la fe del carbonero, en el paraíso bíblico que al final acabó como acabó, circunstancia de todos sabida siquiera por experiencia propia.
Mas el problema radica asimismo en que una humanidad alienada ha creído que tales bondades se hallaban aseguradas por el Estado, por instituciones políticas apoyadas en gigantescos aparatos burocráticos que, monopolizando la mayor parte de los recursos, debían librar a sus administrados de todo mal, enfermedad y desgracia. La epidemia ha desmentido la eficacia de tales aparatos, con Estados y burocracias sobrepasados por la catástrofe. Lo cual no ha hecho otra cosa que aumentar la sensación de pánico y crisis, en poblaciones hasta ahora confiadas y obligadas, de pronto, a afrontar la cruda realidad. En el fondo, nuestros miedos vienen de la conciencia de una profunda debilidad, aquella de una civilización tecnológica que poco o nada puede contra las fuerzas desatadas de la Naturaleza.
Entre otras muchas cosas y no precisamente buenas, la actual plaga que padecemos, de modo especial Occidente a causa de un virus por el que nadie tiene valor de pedir cuentas o siquiera descuentos, ha revelado la mentalidad profundamente equivocada que se ha adueñado de nuestras sociedades.
Virus, microbios o bacilos, son naturaleza y vida animal, incluidos, es de suponer, en el amplio catálogo de especies a proteger en aras de una loada biodiversidad, ecología pastiche a lo Disney o cualquier otra majadería bien orquestada y mejor publicitada. También guste o no, la realidad de la especie humana sigue siendo la misma, pese a los avances tecnológicos que hacen nuestra existencia hasta cierto punto más llevadera. Las fuerzas de esa naturaleza, tan idolatrada hoy por una imbecilidad de dimensiones universales, están donde siempre estuvieron. Acechando con nuevos cambios climáticos, nuevos virus, nuevas mutaciones, nuevos desastres y calamidades, que lo son únicamente desde el criterio y punto de vista interesado de nuestra especie. Una más.
Pretender controlarlas, y con ellas sus devastadores efectos, viene a ser más o menos como querer poner puertas al campo. Respecto a la actual epidemia, se hablaba y habla de segunda, tercera, cuarta ola… Es inútil numerarlas, pues lo que tenemos encima no entiende de fases, estadios o recurrencias. El virus actuará hasta donde tenga que hacerlo de modo natural, siendo nuestra única defensa pasarlo todos de un modo u otro, bien por vía del contagio o de la vacunación, en realidad un contagio atenuado. O sea, inmunidad propiamente natural, tal como viene ocurriendo desde el comienzo de los tiempos.
El problema es que, dentro de las sociedades desarrolladas, y de alguna forma en la humanidad entera, se ha instalado una mentalidad rayana en la estupidez, por la cual unas masas idiotizadas imaginan que todo aquello publicitado como progreso, modernización, desarrollo, sostenibilidad y demás mantras para consumo mediático, garantiza por sí solo la salud, la felicidad, el bienestar de una vida muelle y placentera. Ni fue ni es ni será, pues tan idílica fabulación sólo ocurrió, y esto echando mano de la fe del carbonero, en el paraíso bíblico que al final acabó como acabó, circunstancia de todos sabida siquiera por experiencia propia.
Mas el problema radica asimismo en que una humanidad alienada ha creído que tales bondades se hallaban aseguradas por el Estado, por instituciones políticas apoyadas en gigantescos aparatos burocráticos que, monopolizando la mayor parte de los recursos, debían librar a sus administrados de todo mal, enfermedad y desgracia. La epidemia ha desmentido la eficacia de tales aparatos, con Estados y burocracias sobrepasados por la catástrofe. Lo cual no ha hecho otra cosa que aumentar la sensación de pánico y crisis, en poblaciones hasta ahora confiadas y obligadas, de pronto, a afrontar la cruda realidad. En el fondo, nuestros miedos vienen de la conciencia de una profunda debilidad, aquella de una civilización tecnológica que poco o nada puede contra las fuerzas desatadas de la Naturaleza.






























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