Domingo, 23 de Noviembre de 2025

Nélida L. Del Estal Sastre
Lunes, 01 de Febrero de 2021
CON LOS CINCO SENTIDOS

La huésped

[Img #49142]   Mi vida, tal como la pude concebir desde mi alumbramiento, ha sido plena. Lo ha sido en un sentido metafísico porque no es de los avatares de mi pobre y quejumbroso cuerpo de lo que os voy a hablar esta noche, sino de los cuerpos en los que se insertó mi alma para poder sobrevivir, toda vez que descubrió que su destino no estaba en formar parte de una familia, en ser un miembro más de la misma, sino en pasar por varias, a través de los años y durante varias décadas. He sido un alma errante. 

 

   De niña, cuando ya poseía lo que se denomina “sentido común” me introduje en el cuerpo de una mujer joven a la que conocían mis padres. Tuve que asistir a mi propio e infantil funeral en el cuerpo de aquella joven hermosa. La que fuera mi familia hasta ese deceso inesperado, me trató bien, pero no me aportó gran cosa, por esa razón tuve que irme. Siento profundamente el dolor que les pude causar, pero sé que tuvieron más hijos y se recuperaron pronto. Ley de vida. Guardan algunas fotografías en álbumes en un armario de cristal en el salón. Son instantáneas en  blanco y negro, o en color sepia que,  de vez en cuando,  miro a escondidas colándome en su casa, para recordar cómo fue mi cuerpo de niña antes de dejar este mundo. Me reconforta, me hace sentir que somos algo más que huesos que sostienen una carne mortal. 

 

   Como os adelantaba en las líneas anteriores, fui huésped durante algún tiempo del cuerpo de una joven de unos treinta años. Eran los setenta. Minerva, que así se llamaba esta joven, hacía cosas divertidas después de trabajar como eterna becaria del periodismo, pero le pagaban mal, muy mal. Siempre estábamos comiendo en casas de amigos y familiares suyos. Era tan arrebatadoramente encantadora que cualquiera, pese a no conocerla de nada, le abría las puertas de su casa.  

 

“Se me ha estropeado el coche. ¿Podría llamar desde su casa a una grúa? Pero no recuerdo la calle donde se me quedó tirado y he venido andando hasta aquí…” 

 

   Curiosamente, esas incursiones en casas ajenas con las excusas más peregrinas sucedían a la hora de comer o la de cenar, cuando nuestro estómago reclamaba sustento. Como éramos bien parecidas, nos dejaban entrar y nos ofrecían mesa y mantel, conversación y una tarjeta de visita  por si volvíamos por el barrio. Después de la ineludible visita al excusado de cada casa, nos “regalábamos” algo de valor que encontrásemos en aquella morada;  un marco de plata, un cenicero grueso de cristal bueno, unos pendientes o colgantes distraídos… Había que seguir adelante. Después, empeñábamos lo sustraído y bebíamos y fumábamos marihuana hasta el amanecer en compañía de otros como ella, becarios eternos con edad para ser padres y madres de familia. 

 

   Llegó un momento en el que la falta de horarios y de vida saludable me obligó a dejar el bonito cuerpo de Minerva, cuerpo en el que aprendí a mis ocho años de existencia real, lo que era el sexo. A veces no me gustó ni lo entendí, pero supongo que las almas que proceden de la muerte de cuerpos jóvenes, aprenden muy rápido. Y aprendí. Pero abandoné a Minerva. Le irá bien sin mí. Sobrevivirá.  

 

   Un día lluvioso cobijé mi alma bajo el paraguas de un galante hombre de mediana edad, le miré a los ojos, verdes como el océano profundo, como los míos y me introduje en él. Me daba el calor que necesitaba y vi en él a ese padre con el que nunca pude disfrutar de juegos a media tarde, de cantar canciones de moda mientras me ponía sus discos de vinilo para verme bailar sobre la alfombra. Quizá tenga hijos y pueda, por fin, tener hermanos y formar parte de una verdadera familia, con barbacoa los domingos y fiestas de cumpleaños. He oído a alguien pasar a su lado y llamarle Juan. Me gusta ese nombre, es corto, pero contundente, no se puede acortar más y eso me parece bien. De mi nombre os hablaré más adelante. 

 

   Vamos Juan y yo calle abajo y paramos en una casita de dos plantas en pleno centro de Zamora. Abre la puerta con su llave. Es su casa. Nos recibe una mujer morena y vivaracha, con el pelo corto y los rulos puestos. Nos besamos de manera furtiva porque tres niños pequeños irrumpen para subirse a las piernas de Juan. La cena está preparada. Somos seis a la mesa, contando conmigo. Él es funcionario del Ministerio de Hacienda y Aurora, su mujer, está embarazada de su cuarto hijo. Seremos familia numerosa en unos meses. Todo es bullicio y amor. Seguridad familiar. Pero llega la noche y cuando cada niño (dos niños y una niña) están en sus respectivas habitaciones, dormidos, yo me quedo dentro de  Juan con su Aurora, que ronca boca arriba. Es encantadora, pero tengo que salir del cuerpo de Juan para subir al tejado y escuchar el silencio. Con esto no contaba. 

 

   Pasé muchos meses con esa familia, hasta cumplir la edad real de 15 años. Hemos celebrado cumpleaños, nacimiento nuevo, navidades y todas las fiestas que suele celebrar una familia pequeña y  burguesa de una capital de provincias como Zamora. Es hora de buscar otro cuerpo. No salgo en ninguna foto, sólo en el brillo de los ojos de Juan, como salía en el brillo de los ojos de Minerva. No salgo y quiero salir en la foto, quiero ser, pero pasó mi turno corpóreo. Ahora sólo soy éter. He de asumirlo. 

 

   Salgo a la calle, es verano y decido seguir en la misma ciudad, pero adelantar mis quince años reales a un año en el que me quedo a vivir porque me interesa descubrir lo que seremos capaces de hacer ante una circunstancia violenta, inesperada, abrupta y mortal como lo es una pandemia. Recalo en 2020, a finales. Antes de ser la huésped de ningún cuerpo, leo todo lo que veo, veo todo lo que miro. Escruto a la gente que pasea por la calle obstruida y tapada, miedosa y enfadada con el terrible panorama que se le plantea y que nadie encara de manera firme para solucionarlo. Me siento impotente y me da ansiedad, una ansiedad que no había sentido nunca, pero decido quedarme, más por curiosidad que por otra cosa. Para ver si el ser humano ha aprendido algo de provecho o sigue consumiéndose en su propia vacuidad. Tengo quince años físicos. O treinta, ya perdí la cuenta. Pero tengo la experiencia de haber visitado los cuerpos de las personas más diversas y sus más íntimos pensamientos. Todos mienten. Todos. Unos para no dañar a alguien a quien quieren, otros mienten por deporte. Hay una profesión en la que se miente más de lo habitual, así pasen décadas, yo las he vivido y puedo dar fe de ello sin que se me afee el rostro. No tengo rostro que afear. Esa profesión es la de político de medio pelo, del que ni pincha ni corta, del que cree que manda algo pero no manda en nada y en nadie. El mediocre ha estado presente en todas mis vidas anteriores. En todas. Si se supone que ellos son los que sacarán a estas generaciones del virus mortal, estamos vendidos. Absolutamente vendidos. 

 

      He leído que ya existen varias vacunas, pero estos mediocres se han agenciado una prelación muy conveniente para que se la puedan inocular sin corresponderles aún. Así pasen los decenios y yo me hospede en un cuerpo o en otro, el ser humano no cambia.  Minerva buscaba el hedonismo al menor coste posible, sólo desenfundando sus increíbles encantos de serie. A veces vuelvo a su corazón y está sumida en una horrible depresión. Es rica, asquerosamente rica, pero se casó por dinero, no por amor. Y lo paga ahora. Y lo que le queda. Juan es padre de familia numerosa pero ha contraído esta terrible enfermedad y, ya abuelo, morirá en tres días. 

 

   No sé en quién alojarme ahora. Mi cuerpo es un Mapamundi. Podré ir donde quiera cuando lo desee y formar parte de lo que me venga en gana. No moriré jamás y eso es una tortura hiperbólica. Veré cómo fallecen mis padres, mis amigos, los que me acogieron en sus familias...Y yo habré de seguir galopando con el viento en contra, metiéndome en otro cuerpo… Me agota, pero he de mantener el tipo, la inmortalidad es lo que tiene. Escucharé a los grandes músicos durante días enteros para que mi estancia no sea tan luctuosa. No soy nada, pero lo veo todo y cuando tú mueras, yo seguiré. 

 

   En 2021 sigo vagando sin cuerpo esperando ser la huésped de alguien con nobleza y arrestos; con ganas de ser algo importante y de hacer algo importante. Ahora es un buen momento. Me llamo Nélida. Mientras tanto, prefiero no alojarme en el cuerpo de nadie y ser éter por encima de todos vosotros. Soy inmortal, pero no soy imbécil. 

Nélida L. del Estal Sastre 

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