CON LOS CINCO SENTIDOS
Ese ángel
Un ángel bellísimo de alas blancas como perlas me vino a visitar esta mañana bien temprano. ¿Qué haces aquí, en mi casa? Le pregunté somnolienta y con miedo. Todo lo que tenga que ver con ángeles y demonios, dioses y semidioses, me provoca pavor, máxime si no es en un sueño cuando se me aparecen. No me respondió hasta mucho más tarde. En principio sólo me obsequió con su deslumbrante presencia y una sonrisa que interpreté entre “eres buena, pero, a veces, no tanto…” que me dejó clavada en mitad de la habitación.
Si me preguntas ahora mismo, no puedo asegurarte que no lo soñara, que ver ese prodigio no fuera fruto de mi inconsciente buscando respuestas o una anuencia esperada a algún comportamiento medio reprochable en mi día a día. No sé. Quizá mi cabeza busque en derroteros imposibles una explicación lógica a lo ilógico, algo medianamente inteligible incluso para mí. Pero es que se me apareció sin más, y de madrugada, cuando mi duermevela es frágil, muy frágil.
Estaba radiante, literalmente. Me cegaba. Le pregunté varias cosas sin obtener más respuesta que su perenne sonrisa complaciente y paternalista. Me daba cierta seguridad, me atormentaba y me daba rabia. Las tres cosas a la vez. Seguridad por su luz calurosa y acogedora, tormento por la razón de su aparición y rabia por no contestar a mis preguntas más que con su mueca labial.
Sentada en el borde de la cama, pasados unos instantes, su imagen se disipó. Se fue. La habitación quedó a oscuras, pero el sol pujaba por salir y sus destellos se entrelazaban con los agujeros de la persiana para tejer un tapiz dadaísta. Desapareció. Ahora no sé si lo soñé o fue real, porque la frontera entre lo real y lo imaginario, entre lo palpable y lo ilusorio se me antoja muy estrecha, muy difusa. No me contestó o quizá mi subconsciente no quería escuchar la respuesta y la propia ensoñación me dibujó una cara amable, pero que no habla, que está ahí, mirando cómo vivo, pero no pierde ripio de cada momento, de cada zancada arrancada a la existencia. Puede que te aparecieras porque te buscaba y no sabía cómo llamarte, ni tu nombre. Puede, ¡quién sabe!, que con tu sola presencia hayas conseguido apaciguar mis demonios interiores. Puede que no. Pero ya amaneció otro día nuevo, a estreno. No sé lo que me depararán estas veinticuatro horas más, pero las asiré por la cintura para bailar un vals. A todo el mundo le gusta la buena música.
Nélida L. del Estal Sastre
Un ángel bellísimo de alas blancas como perlas me vino a visitar esta mañana bien temprano. ¿Qué haces aquí, en mi casa? Le pregunté somnolienta y con miedo. Todo lo que tenga que ver con ángeles y demonios, dioses y semidioses, me provoca pavor, máxime si no es en un sueño cuando se me aparecen. No me respondió hasta mucho más tarde. En principio sólo me obsequió con su deslumbrante presencia y una sonrisa que interpreté entre “eres buena, pero, a veces, no tanto…” que me dejó clavada en mitad de la habitación.
Si me preguntas ahora mismo, no puedo asegurarte que no lo soñara, que ver ese prodigio no fuera fruto de mi inconsciente buscando respuestas o una anuencia esperada a algún comportamiento medio reprochable en mi día a día. No sé. Quizá mi cabeza busque en derroteros imposibles una explicación lógica a lo ilógico, algo medianamente inteligible incluso para mí. Pero es que se me apareció sin más, y de madrugada, cuando mi duermevela es frágil, muy frágil.
Estaba radiante, literalmente. Me cegaba. Le pregunté varias cosas sin obtener más respuesta que su perenne sonrisa complaciente y paternalista. Me daba cierta seguridad, me atormentaba y me daba rabia. Las tres cosas a la vez. Seguridad por su luz calurosa y acogedora, tormento por la razón de su aparición y rabia por no contestar a mis preguntas más que con su mueca labial.
Sentada en el borde de la cama, pasados unos instantes, su imagen se disipó. Se fue. La habitación quedó a oscuras, pero el sol pujaba por salir y sus destellos se entrelazaban con los agujeros de la persiana para tejer un tapiz dadaísta. Desapareció. Ahora no sé si lo soñé o fue real, porque la frontera entre lo real y lo imaginario, entre lo palpable y lo ilusorio se me antoja muy estrecha, muy difusa. No me contestó o quizá mi subconsciente no quería escuchar la respuesta y la propia ensoñación me dibujó una cara amable, pero que no habla, que está ahí, mirando cómo vivo, pero no pierde ripio de cada momento, de cada zancada arrancada a la existencia. Puede que te aparecieras porque te buscaba y no sabía cómo llamarte, ni tu nombre. Puede, ¡quién sabe!, que con tu sola presencia hayas conseguido apaciguar mis demonios interiores. Puede que no. Pero ya amaneció otro día nuevo, a estreno. No sé lo que me depararán estas veinticuatro horas más, pero las asiré por la cintura para bailar un vals. A todo el mundo le gusta la buena música.
Nélida L. del Estal Sastre































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