ZAMORANA
Pensando un poco en los demás
A veces creemos que los males les ocurren a otros, cuando vemos algún spot publicitario que nos induce a ayudar a personas tercermundistas perseguidas por la miseria y la hambruna, o niños famélicos condenados a una existencia miserable, destinados a subsistir de milagro cada día con lo mínimo; parece que es algo que sucede muy lejos, a gente desconocida que, desde luego, no afecta a este primer mundo de estómagos agradecidos. Nos hemos acostumbrado al dolor ajeno, ese que no nos conmueve, porque es demasiado remoto para nuestras cómodas existencias
Sin embargo, la necesidad convive con nosotros, con la gente que no tiene la fortuna de tener un techo que sirva de resguardo, ¡tantas personas que se ven en las grandes ciudades, en las esquinas, a la puerta de un supermercado o una iglesia, con la mano extendida para que les demos unas monedas con las que poder subsistir al menos ese día: mendigos, personas alienadas, gente de tercera, a la que ni siquiera miramos.! Y, si acaso, en un alarde de generosidad, les damos unas monedas para sentirnos bien conscientes de que, en parte, hemos ayudado a la humanidad, esa humanidad esclava que malvive entre las sombras de la indiferencia; entonces, seguimos camino creyéndonos un poco más satisfechos con nosotros mismos.
Pienso en la gente que vive acomodando cartones y colchones viejos debajo de un puente, bajo el alero de un edificio, o en el metro al abrigo de un poco de calor, ya que no humano sí físico, y suelen acompañarse de algún brik de vino barato para aligerar su soledad y, de paso, matar el frio; al indigente que malvive unas calles más arriba con el cielo por techo y el suelo por cama, y pasamos junto a ellos como si fueran invisibles porque, en su desgracia, algunos ya ni extienden la mano para pedir. Existe toda una sociedad paralela a la nuestra, desheredados de la tierra, pobres parias, invisibles para los demás porque no nos interesa visibilizarlos, muy al contrario, se les obvia haciendo bueno el dicho de “lo que no se ve, no existe”.
A veces me pregunto cuál sería la razón que los llevó a este presente tan penoso; cuando les miro, pienso que un día fueron niños y jóvenes con ilusiones y que, de alguna manera, la vida truncó sus esperanzas. A lo más que pueden aspirar es a que alguien los recoja y les lleve provisionalmente a un albergue donde también existen sus clases, como en la vida; por eso hay quien se obstina en permanecer en la calle, aun a riesgo de morir de frio, antes de acudir a lugares donde se les pueda recoger y alguien pretenda cobrarse su estancia, por lo general sus propios compañeros de infortunio.
Somos fatuos y presuntuosos por creer que las penas están lejos y cerramos los ojos demasiadas veces para no ver las desgracias, porque a poco que quisiéramos abrirlos las veríamos y, sin embargo, hay un hilo finísimo que separa la felicidad de la desgracia, la suerte de la desdicha, porque todo puede virar hacia el lado opuesto cambiándonos la vida como nunca pudimos imaginar, y sinó que se lo pregunten a tanta gente que ha pasado su existencia manteniendo negocios que han pasado de padres a hijos y de pronto se han visto obligados a cerrar, echando el cierre con la misma llave varias generaciones enteras; o miremos al hospital, lleno de enfermos que ayer estaban sanos y, de pronto, un virus les persiguió y ahora les consume, o esa enfermedad que llega de improviso cuando creemos que la vida es nuestra y nos parte por el medio.
El dolor es consustancial al hombre: nacemos llorando y morimos haciendo llorar; entre medias unos pocos ratos de felicidad y el resto se completa con ese engreimiento humano que piensa que, sin duda, va a sobrevivir a una desgracia o un mal certero; por eso hemos de estar preparados para saber apreciar la vida cada día; cada mañana al levantarnos, abrir la ventana y ser testigos de una nueva jornada que se abre ante nosotros, mirarlo con optimismo, con la ilusión de que ese día hemos sobrevivido y aprisionar las horas, sin ceder al abatimiento o a la desgana; y dar las gracias de nuevo al acostarnos a pesar de que el día no haya sido lo que vaticinamos cuando empezó, pero dar las gracias por haber conseguido pasar una página más en el calendario de los supervivientes.
Esta pandemia, a pesar de todo, ha traído una cosa buena y es que muchos nos hemos dado cuenta de que una invisible espada de Damocles acecha continuamente y nadie sabe si ha sido elegido para vivir o para morir; así que hoy, más que siempre y mejor que nunca, hay que integrar en nuestra vida el carpe diem de Horacio.
Mª Soledad Martín Turiño
A veces creemos que los males les ocurren a otros, cuando vemos algún spot publicitario que nos induce a ayudar a personas tercermundistas perseguidas por la miseria y la hambruna, o niños famélicos condenados a una existencia miserable, destinados a subsistir de milagro cada día con lo mínimo; parece que es algo que sucede muy lejos, a gente desconocida que, desde luego, no afecta a este primer mundo de estómagos agradecidos. Nos hemos acostumbrado al dolor ajeno, ese que no nos conmueve, porque es demasiado remoto para nuestras cómodas existencias
Sin embargo, la necesidad convive con nosotros, con la gente que no tiene la fortuna de tener un techo que sirva de resguardo, ¡tantas personas que se ven en las grandes ciudades, en las esquinas, a la puerta de un supermercado o una iglesia, con la mano extendida para que les demos unas monedas con las que poder subsistir al menos ese día: mendigos, personas alienadas, gente de tercera, a la que ni siquiera miramos.! Y, si acaso, en un alarde de generosidad, les damos unas monedas para sentirnos bien conscientes de que, en parte, hemos ayudado a la humanidad, esa humanidad esclava que malvive entre las sombras de la indiferencia; entonces, seguimos camino creyéndonos un poco más satisfechos con nosotros mismos.
Pienso en la gente que vive acomodando cartones y colchones viejos debajo de un puente, bajo el alero de un edificio, o en el metro al abrigo de un poco de calor, ya que no humano sí físico, y suelen acompañarse de algún brik de vino barato para aligerar su soledad y, de paso, matar el frio; al indigente que malvive unas calles más arriba con el cielo por techo y el suelo por cama, y pasamos junto a ellos como si fueran invisibles porque, en su desgracia, algunos ya ni extienden la mano para pedir. Existe toda una sociedad paralela a la nuestra, desheredados de la tierra, pobres parias, invisibles para los demás porque no nos interesa visibilizarlos, muy al contrario, se les obvia haciendo bueno el dicho de “lo que no se ve, no existe”.
A veces me pregunto cuál sería la razón que los llevó a este presente tan penoso; cuando les miro, pienso que un día fueron niños y jóvenes con ilusiones y que, de alguna manera, la vida truncó sus esperanzas. A lo más que pueden aspirar es a que alguien los recoja y les lleve provisionalmente a un albergue donde también existen sus clases, como en la vida; por eso hay quien se obstina en permanecer en la calle, aun a riesgo de morir de frio, antes de acudir a lugares donde se les pueda recoger y alguien pretenda cobrarse su estancia, por lo general sus propios compañeros de infortunio.
Somos fatuos y presuntuosos por creer que las penas están lejos y cerramos los ojos demasiadas veces para no ver las desgracias, porque a poco que quisiéramos abrirlos las veríamos y, sin embargo, hay un hilo finísimo que separa la felicidad de la desgracia, la suerte de la desdicha, porque todo puede virar hacia el lado opuesto cambiándonos la vida como nunca pudimos imaginar, y sinó que se lo pregunten a tanta gente que ha pasado su existencia manteniendo negocios que han pasado de padres a hijos y de pronto se han visto obligados a cerrar, echando el cierre con la misma llave varias generaciones enteras; o miremos al hospital, lleno de enfermos que ayer estaban sanos y, de pronto, un virus les persiguió y ahora les consume, o esa enfermedad que llega de improviso cuando creemos que la vida es nuestra y nos parte por el medio.
El dolor es consustancial al hombre: nacemos llorando y morimos haciendo llorar; entre medias unos pocos ratos de felicidad y el resto se completa con ese engreimiento humano que piensa que, sin duda, va a sobrevivir a una desgracia o un mal certero; por eso hemos de estar preparados para saber apreciar la vida cada día; cada mañana al levantarnos, abrir la ventana y ser testigos de una nueva jornada que se abre ante nosotros, mirarlo con optimismo, con la ilusión de que ese día hemos sobrevivido y aprisionar las horas, sin ceder al abatimiento o a la desgana; y dar las gracias de nuevo al acostarnos a pesar de que el día no haya sido lo que vaticinamos cuando empezó, pero dar las gracias por haber conseguido pasar una página más en el calendario de los supervivientes.
Esta pandemia, a pesar de todo, ha traído una cosa buena y es que muchos nos hemos dado cuenta de que una invisible espada de Damocles acecha continuamente y nadie sabe si ha sido elegido para vivir o para morir; así que hoy, más que siempre y mejor que nunca, hay que integrar en nuestra vida el carpe diem de Horacio.
Mª Soledad Martín Turiño


























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