CON LOS CINCO SENTIDOS
Lo que esconde una mirada
Hay una mujer a la que veo cada día. Me cruzo con ella de camino a mis cosas. No la conozco personalmente pero tiene un rostro pétreo, de haber pasado por mil batallas que le han curtido y endurecido las facciones. La saludo siempre, aunque no la conozco ni sé su historia, que auguro no debe de ser bonita.
A veces, cuando vuelvo a casa, pienso en ella y mi cerebro elucubra su posible transición vital para llegar a tal punto de decrepitud facial siendo medianamente joven. No tendrá más de 40. ¿Tendrá marido? ¿Quizá hijos? ¿Quizá ni lo uno ni lo otro? Veo su cara y me genera una enorme tristeza. Tiene surcos que no han sido regados, o quizá sólo por lágrimas y por dolor.
Su vida puede ser la de cualquiera, pero su mirada delata que no ha caminado por una senda fácil. Tuvo que ser bella y quizá no vuelva a serlo por culpa de algún desengaño. He oído que su historia esconde maltratos y odio. He escuchado por las paredes de la ciudad, que todo lo saben, que las palizas eran épicas y los insultos, para taparse con fuerza los oídos y cerrar los ojos…
Admiro profundamente a las mujeres en general, pero a estas mujeres que salen adelante aunque su cara se convierta en el mapamundi del horror más absoluto, más si cabe. Sus ojos están secos, son opacos porque han llorado tanto que se han vaciado por completo para llenarse en otros ojos. Son hembras heridas que resurgen de las cenizas de su guerra para seguir peleando porque la vida, aún siendo una mierda, sigue mereciendo la pena. Las admiro. Todos deberíamos hacerlo, pero no de boquilla, sino de verdad. El próximo día que me cruce con ella le daré los “buenos días”, como siempre, pero esta vez me la llevaré a tomar café porque quiero conocer su historia y arrancar una lágrima que riegue los surcos de su cara. Una lágrima terapéutica que nos ayude a ambas a conocer que la vida, a veces, no es bonita, pero merece la pena ser vivida si tienes a alguien que te escucha, te aprecia y se interesa por ti.
Nélida L. del Estal Sastre
Hay una mujer a la que veo cada día. Me cruzo con ella de camino a mis cosas. No la conozco personalmente pero tiene un rostro pétreo, de haber pasado por mil batallas que le han curtido y endurecido las facciones. La saludo siempre, aunque no la conozco ni sé su historia, que auguro no debe de ser bonita.
A veces, cuando vuelvo a casa, pienso en ella y mi cerebro elucubra su posible transición vital para llegar a tal punto de decrepitud facial siendo medianamente joven. No tendrá más de 40. ¿Tendrá marido? ¿Quizá hijos? ¿Quizá ni lo uno ni lo otro? Veo su cara y me genera una enorme tristeza. Tiene surcos que no han sido regados, o quizá sólo por lágrimas y por dolor.
Su vida puede ser la de cualquiera, pero su mirada delata que no ha caminado por una senda fácil. Tuvo que ser bella y quizá no vuelva a serlo por culpa de algún desengaño. He oído que su historia esconde maltratos y odio. He escuchado por las paredes de la ciudad, que todo lo saben, que las palizas eran épicas y los insultos, para taparse con fuerza los oídos y cerrar los ojos…
Admiro profundamente a las mujeres en general, pero a estas mujeres que salen adelante aunque su cara se convierta en el mapamundi del horror más absoluto, más si cabe. Sus ojos están secos, son opacos porque han llorado tanto que se han vaciado por completo para llenarse en otros ojos. Son hembras heridas que resurgen de las cenizas de su guerra para seguir peleando porque la vida, aún siendo una mierda, sigue mereciendo la pena. Las admiro. Todos deberíamos hacerlo, pero no de boquilla, sino de verdad. El próximo día que me cruce con ella le daré los “buenos días”, como siempre, pero esta vez me la llevaré a tomar café porque quiero conocer su historia y arrancar una lágrima que riegue los surcos de su cara. Una lágrima terapéutica que nos ayude a ambas a conocer que la vida, a veces, no es bonita, pero merece la pena ser vivida si tienes a alguien que te escucha, te aprecia y se interesa por ti.
Nélida L. del Estal Sastre



























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