No me arrepiento de haberte conocido

Nunca debí colocarme tan cerca de tus labios. Eres de esas mujeres que se admiran, pero de lejos, nunca conocerla a diez centímetros, cuerpo a cuerpo, casi recibiendo el aroma de tus senos y el perfume de tu fragancia. Me llegué a enamorar de ti. ¡Y de qué manera!

Posees indudable virtudes –hermosa, culta, elegante, con clase-, las que me deleitan en una mujer; solo tienes un defecto, muy común: solo piensas en ti.  Yo también, pero lo tuyo es de ególatras. Yo te he importado un comino, frase muy propia de mi mamá. Te acompañé mientras me necesitaste. Después, ahí estoy…por si acaso.

No me arrepiento de haberte conocido. Me avergüenza, por lo que me toca,  que un hombre como yo, a su edad, sea aún tan cándido y no percibiese que tú eres lo primero, y tú también lo segundo, y el resto, gente que adorna el teatro de tu vida. Y, como soy un romántico, mi pasión pudo con mi inteligencia durante meses y meses, hasta que, ¡por fin! la razón me candó el corazón.

Y ahora aprendo a desenamorarme de ti, la dama con la que pensé que había llegado al puerto de la belleza que es verdad, donde atracan el talento y la cultural, el arte y el amor. Tendré que tomar un nuevo pasaje rumbo a ninguna parte, o subirme a la barca de Caronte, darle un par de óbolos –uno es de tacaños y yo soy un tonto muy generoso- y que me conduzca al Hades. Aunque quizá antes me arroja a las aguas del río Aqueronte por si me encuentro con una sirena que me ame.

Adiós, amor, creí que serías la mujer de mi vida y tu bello rostro el último que viesen mis ojos antes de que me llevase la muerte a la nada

Eugenio-Jesús de Ávila