Un orgasmo eterno

Quise quererte, pero no me lo permitiste. Yo, si tú me lo hubieras propuesto, me habría dejado querer hasta el frenesí de los sentimientos. Necesito amar, pero que, al conjugar ese precioso verbo, tan eufónico, toda mujer se transformase en nube de placer que lloviese orgasmos sobre el río de mi piel. Cuando escribo, solo busco causar cierto placer a quien me lee. Si amo a una dama, preciso verla levitar de felicidad, que palpite sus senos, que parpadeen sus muslos, que sonría su ombligo, que se humedezcan sus ingles.

No tiro el amor en cualquier tierra. Lo siembro en terrenos fértiles. Si una fémina no requiere que labre su epidermis, parto para campos más abiertos, fértiles, voraces, húmedos. Desdeño la tierra yerma, inculta, seca.

No comparto amor con quién rechaza el semen de mi alma, mi esencia, el néctar de mi ser. Soy solo amor. No tengo patrimonio material. No puedo dejar más que sentimientos, sentido, placer, espiritualidad. Si me lo procura una mujer, lo materializo en caricias, besos, abrazos, fuerza, cópulas.

Hay un nirvana del hedonismo que espera, más allá del tiempo, a que mi carne y la tuya, a que nuestras almas, solo una, entren en su Sancta Sanctorum, donde aguarda Dios, el ser del eterno e infinito orgasmo.

Eugenio-Jesús de Ávila