RECUERDOS DE LA SEMANA SANTA: VERA CRUZ
La Vera Cruz, mi primer Evangelio
La Vera Cruz es la cofradía que me sabe más a Zamora: sencilla y hermosa, coqueta y larga, humilde y orgullosa. El Jueves Santo por la tarde, la ciudad del Romancero se convierte en un oxímoron. Como si se tratase de una película para todos los públicos, la cofradía decana de la Pasión zamorana, concita tres generaciones a seguir su recorrido por la parte más noble de la vieja urbe.
Que profunda se me hacía la tarde del Jueves Santo cuando niño! La familia al completo, abuelos, padres y niños buscábamos, después de la sobremesa, las rúas de la ciudad, esa parte noble de Zamora que los vecinos del ensanche apenas visitábamos, entonces, el resto del año, tan solo en Semana Santa, y regresábamos a casa justo para cenar y, al rato, encontrar la bendita cama y dar descanso a tus infantiles piernas.
Era, aquella tarde del Jueves Santo, como una lección, la primera, sobre el Evangelio, que me parecía un cuento protagonizado por un señor muy guapo, con barba y más alto que los que le azotaban y prendían. Como niño, preguntaba por el significado de todos esos innumerables pasos a mi abuela y mi madre, principales maestras en la enseñanza de la Pasión de Jesús de Nazaret. Ante mis ingenuos ojos de niño, pasaban el Señor guapo con mucha gente, casi todos mayores que él, como hablando en una mesa muy grande; después, Jesús, que así me dijo mi mamá que se llamaba el Señor guapo de la barba, y un ser extraño, con alas, que aparentaba ser más joven que nuestro protagonista, subido en un árbol.
Entre paso y paso, no paraba de hacer preguntas sobre lo que había visto e inquiría sobre lo que vendría más tarde. Y, de repente, un grupo escultórico que me causó siempre cierto impacto, porque mi mirada se apartaba de Jesús para fijarme en una persona, que podría ser mi abuelo, que, con espada en mano, había cortado una oreja a uno de los romanos. Mi asombro se convertía en cierta inquina cuando contemplaba a unos tipos feísimos flagelando al Joven guapo, que aparecía casi desnudo.
Confieso, ahora, décadas después, que los rostros de los sayones se me aparecían en mis peores pesadillas. El desfile de congregantes vestidos con una túnica morada que brillaba mucho tocaba a su fin, solo quedaban dos pasos: uno, con Jesús, ya resignado, un romano, como burlándose, y un señor de cierta edad lavándose las manos. El niño que era entonces pensaba que trataba de limpiarse las manos de sangre. Más tarde, me contaron lo de Pilatos, un personaje que he encontrado muchas veces a lo largo de mi vida. Y, por fin, una señora, muy pálida, triste, con un vestido muy negro, cerraba la procesión de la Vera Cruz, la que me sirvió para aprender de que iba aquello de la Semana Santa y Jesús de Nazaret, un Señor muy guapo y muy bueno, al que unos malos malísimos, todos muy feos, pegaban, injuriaban y crucificaban para darle muerte.
Hoy, en el 2011, solo guardo un inmenso cariño por aquella cofradía y por los seres queridos que se me fueron y que llevarán un rato ya hablando con aquel Señor tan guapo que conocí en mi infancia, una tarde de Jueves Santo, cuando era tan bonito vivir eternamente.
Eugenio-Jesús de Ávila
La Vera Cruz es la cofradía que me sabe más a Zamora: sencilla y hermosa, coqueta y larga, humilde y orgullosa. El Jueves Santo por la tarde, la ciudad del Romancero se convierte en un oxímoron. Como si se tratase de una película para todos los públicos, la cofradía decana de la Pasión zamorana, concita tres generaciones a seguir su recorrido por la parte más noble de la vieja urbe.
Que profunda se me hacía la tarde del Jueves Santo cuando niño! La familia al completo, abuelos, padres y niños buscábamos, después de la sobremesa, las rúas de la ciudad, esa parte noble de Zamora que los vecinos del ensanche apenas visitábamos, entonces, el resto del año, tan solo en Semana Santa, y regresábamos a casa justo para cenar y, al rato, encontrar la bendita cama y dar descanso a tus infantiles piernas.
Era, aquella tarde del Jueves Santo, como una lección, la primera, sobre el Evangelio, que me parecía un cuento protagonizado por un señor muy guapo, con barba y más alto que los que le azotaban y prendían. Como niño, preguntaba por el significado de todos esos innumerables pasos a mi abuela y mi madre, principales maestras en la enseñanza de la Pasión de Jesús de Nazaret. Ante mis ingenuos ojos de niño, pasaban el Señor guapo con mucha gente, casi todos mayores que él, como hablando en una mesa muy grande; después, Jesús, que así me dijo mi mamá que se llamaba el Señor guapo de la barba, y un ser extraño, con alas, que aparentaba ser más joven que nuestro protagonista, subido en un árbol.
Entre paso y paso, no paraba de hacer preguntas sobre lo que había visto e inquiría sobre lo que vendría más tarde. Y, de repente, un grupo escultórico que me causó siempre cierto impacto, porque mi mirada se apartaba de Jesús para fijarme en una persona, que podría ser mi abuelo, que, con espada en mano, había cortado una oreja a uno de los romanos. Mi asombro se convertía en cierta inquina cuando contemplaba a unos tipos feísimos flagelando al Joven guapo, que aparecía casi desnudo.
Confieso, ahora, décadas después, que los rostros de los sayones se me aparecían en mis peores pesadillas. El desfile de congregantes vestidos con una túnica morada que brillaba mucho tocaba a su fin, solo quedaban dos pasos: uno, con Jesús, ya resignado, un romano, como burlándose, y un señor de cierta edad lavándose las manos. El niño que era entonces pensaba que trataba de limpiarse las manos de sangre. Más tarde, me contaron lo de Pilatos, un personaje que he encontrado muchas veces a lo largo de mi vida. Y, por fin, una señora, muy pálida, triste, con un vestido muy negro, cerraba la procesión de la Vera Cruz, la que me sirvió para aprender de que iba aquello de la Semana Santa y Jesús de Nazaret, un Señor muy guapo y muy bueno, al que unos malos malísimos, todos muy feos, pegaban, injuriaban y crucificaban para darle muerte.
Hoy, en el 2011, solo guardo un inmenso cariño por aquella cofradía y por los seres queridos que se me fueron y que llevarán un rato ya hablando con aquel Señor tan guapo que conocí en mi infancia, una tarde de Jueves Santo, cuando era tan bonito vivir eternamente.
Eugenio-Jesús de Ávila
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